José Asensi Sabater
Sabemos que ninguna democracia es real y menos aún la democracia representativa, en cuyo núcleo fundamental hay una ficción: la ficción de la representación, en virtud de la cual la voluntad de los representantes se hace pasar por la voluntad del pueblo. En ese sentido no es real, como ya dijera el viejo Rouseau (“los ingleses –decía- creen que son libres porque eligen a sus representantes cada cierto tiempo…”) y después de él Marx, Kelsen y, desde luego, los teóricos del comunismo.
Con todo, la democracia representativa, pese a todos sus defectos, ha transitado por el proceloso siglo XX y ha prevalecido frente a los experimentos que planteaban su superación, desde la democracia entendida como la adhesión a un führer (“el fúhrer nunca se equivoca”), hasta la democracia asamblearia o consejista, todas las cuales desembocaron en dictaduras que anularon la libertad y la dignidad de las personas. La democracia representativa puede tener fallos, pero el reverso de ella conduce al horror de la dictadura.
Cuando el movimiento 15-M plantea “democracia real ya” lo que está proponiendo, creo entender, no es sustituirla por la democracia directa de la calle, sino más bien la ampliación de la representación y otra manera de articularla para que sea más equitativa. Ciertamente, el abanico representativo se ha ampliado a lo largo de los años, incluyendo progresivamente categorías de ciudadanos anteriormente excluidos, lo cual está muy bien; pero es verdad que la manera en que se refleja el peso del voto no es equitativo sino que vulnera el principio de igualdad. En España este efecto es especialmente evidente, como se ha venido diciendo desde la Transición, y ya es hora de que se produzca un cambio en el sistema electoral que corrija esa desviación.
Pero, además, el 15-M plantea otro punto de interés: reforzar y potenciar la democracia con más participación. Esto es posible, por supuesto, y ya hay experiencias aquí y allá que apuntan en esta dirección. El por qué de esta demanda es fácil de entender. Hoy la gente, que tiene acceso a la información por mil conductos, no está dispuesta a creer a pie juntillas todo lo que emana de sus representantes y de los partidos donde éstos se encuadran. Quiere pensar por sí misma y no dar un cheque en blanco. Es decir, no quiere estar tan representada, sino ser protagonista y partícipe de la cosa pública. Esta desacralización de la autoridad –que debe ganarse su legitimidad por lo que hace y no por el estatus de que disfruta- es un hecho nuevo que tiene inevitables consecuencias en la gobernabilidad. Nadie está al margen del escrutinio público, ni los partidos, ni los jueces, ni el parlamento, ni ninguna otra institución. Probablemente esto supone un debilitamiento de la autoridad tal como ésta se venía concibiendo, pero es un paso más en nombre de una autoridad y una democracia reales.
Por último, “democracia real” apunta a la necesidad de disponer de más controles en manos de los ciudadanos para combatir las desviaciones de poder. En un escenario donde se evidencia la oligarquización y el sectarismo de los partidos políticos, donde la corrupción es notoria pero no corregida, donde las promesas se incumplen y se engaña y manipula, es normal que se quiera más control efectivo y medidas ejemplarizantes. En este sentido, la demanda de “democracia real” no supone simplemente introducir cambios concretos y ajustes técnicos sino, precisamente, un rearme ético de la democracia que, de llevarse a efecto, supondría un cambio constitucional de calado. De hecho “democracia real” es un germen de poder constituyente.
No es casual, como tantas veces se ha advertido, que estas y otras demandas se planteen ahora, en el contexto de la crisis. La crisis económica ha desvelado que la democracia que tenemos es endeble. Todos vemos cómo los gobiernos, los parlamentos y los partidos han perdido en gran medida la capacidad de decidir. Deciden por ellos poderes más elevados, sin que sea posible someterlos, a su vez, a ningún control democrático. La respuesta de los indignados –y de otras muchas personas- era, pues, esperable y, en cierto modo, plantea alternativas sumamente civilizadas, alejadas de lo que podría llegar a ser la pura explosión de la violencia.
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