jose Asensi Sabater
En la tradición de la Revolución francesa, y después en la rusa y china, se suponía que un Estado fuerte y centralizado era sinónimo de progreso, modernidad e igualdad. Pero hasta este tipo de Estado tuvo que claudicar ante la evidencia de que una centralización excesiva hace imposible la buena marcha de cualquier organización –también de la política- y, por otra parte, suscita importantes rechazos allí donde el Estado no es homogéneo sino que existen comunidades cultural o políticamente diferenciadas. De ahí que, frente a las pretensiones del Estado dirigente y centralista, se alce otra sólida tradición que pone el énfasis en la descentralización del poder, sea mediante fórmulas federales, como en los Estados Unidos, sea mediante la variada gama de fórmulas de regionalización, autonomía, etcétera.
En España, desde la Transición, se llevó a cabo un proceso de descentralización bastante incisivo, con dos objetivos: facilitar la integración de las nacionalidades, reconocidas como tales en la Constitución, y otorgar a los diferentes territorios autonómicos un ámbito propio de competencias sobre sus propios asuntos, al margen de la vigilancia externa del Estado. Se suponía que una mayor autonomía iba a implicar mayor participación y control populares y, por consiguiente, que se alcanzarían valores positivos, válidos por sí mismos, tales como la democracia. Más autonomía significaba en aquél momento más democracia y, también, más control sobre los gobernantes y más posibilidades de denuncia y profilaxis de la corrupción.
Treinta años después de este diseño, al que han acompañado múltiples reformas y añadidos que han llegado a alterar las previsiones constitucionales, cabe preguntarse si los objetivos se han logrado. Respecto a la integración de las nacionalidades, el balance es ambiguo: treinta años de tira y afloja con los nacionalismos han reportado algunas ventajas (no olvidemos que los nacionalistas han colaborado con la gobernabilidad del Estado, tanto con gobiernos de izquierda como de derecha), pero no se ha resuelto en problema principal de la integración, puesto que los nacionalismos siguen teniendo el punto de mira fijo en la autodeterminación. Respecto a la cuestión de la democracia, el balance es desigual: se han consolidado entes autonómicos, pero la atribución de mayores cuotas de poder a las elites locales ha desembocado, en según en qué territorios, en un gasto descontrolado y en un aumento verdaderamente alarmante de la corrupción. Basta ver lo sucedido en Autonomías como la valenciana para hacerse una idea.
La crisis económica ha destapado la necesidad de revisar el modelo. Y no tanto porque haya que hacer caso a esa suicida receta de recortar y recortar, dictada por Alemania, sino por el despilfarro intrínseco en que han incurrido muchas Autonomías para satisfacer clientelas y acumular poder. Los planes de los responsables de tanta impudicia se ciernen una vez más, como si de una maldición bíblica se tratara, sobre los débiles. De modo que los mismos manirrotos que, por ejemplo, han dejado exhaustas las arcas de la Generalitat serán los que lleven adelante la siniestra poda de los servicios públicos generales, dejando a la población en condición precaria, arruinada y destartalada.
Tal vez hay un error en el diseño inicial de las Autonomías en España. Se les encargó que gestionaran servicios esenciales, como la sanidad, la educación y otras prestaciones sociales, pero tales tareas no las pudieron respaldar puesto que carecen de una política económica coherente con ese cometido. Los instrumentos de política económica quedaron en manos del Gobierno que, a su vez, un gobierno tras otro, los traspasaron a los mercados financieros y los bancos alemanes. Los ciudadanos no tienen manera de exigir a sus gobiernos autonómicos responsabilidad alguna, pese que voten. Están excluidos. Y como la única manera de ajustar el déficit a toda prisa, la gran obsesión, es morder en el gasto social, no cabe ninguna duda de que éste es el centro del programa oculto, aunque evidente, que trae Rajoy bajo el brazo. Una vuelta de tuerca más que arruinará generaciones.
Entretanto, el pesoe se lame las heridas pero insiste en sus errores.
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