Julian Assange
José Asensi Sabater
El acontecimiento del momento, dejando a un lado la crisis económica y sus efectos, es la irrupción en la escena mundial de Julian Assange y de su herramienta virtual de la “verdad” de la era global, Wikileaks.
Sobre el escurridizo Assange, líder de Wikileaks, se sabe casi todo: no vamos a descubrirlo aquí. Ha hecho saltar candados que guardan celosamente los secretos de Estado, sorteando los intricados códigos encriptados o sin encriptar y poniendo al descubierto una parte de la realidad oculta que, antes de Wikileaks, sólo era contrastada (si bien intuida) tiempo después de que los hechos se hubieran enfriado. Si algo se puede decir de la era global es esto: el presente. Los acontecimientos se dan en tiempo real. El futuro es ahora.
La principal víctima del zarpazo de Wikileaks es el Estado (más bien su concepto), en cuanto que el Estado venía definido en los manuales como un ente autosuficiente, es decir, soberano, y en cuanto que guardaba la memoria de sus relaciones con otros estados, con amigos y enemigos, interiores o exteriores, y necesitaba ocultar la información sensible para preservar su seguridad y velar sus intenciones. La crisis del Estado es un viejo tema que tiene por lo menos cien años de historia: Wikileaks le ha dado la puntilla al señalar que el rey está desnudo. ¡Bienvenidos al presente!
Por el momento, el punto de mira de Assange está fijo en la superpotencia norteamericana, lo que no es casual. Desvelar la gestión de la superpotencia en las guerras de Afganistán o Irak, el maltrato jurídico y físico de los presos de la Base de Guantánamo, el comportamiento de los soldados y las violaciones de los derechos humanos, son sin duda hechos noticiables que el público tiene derecho a conocer y los periódicos a publicar para general conocimiento. También entra en la categoría de lo noticiable, por ejemplo, la sensible acogida por parte de sectores del poder judicial español a las presiones de la diplomacia norteamericana, obsesionada con evitar las peores consecuencias de la ley de jurisdicción universal por delitos de lesa humanidad o por los “vuelos de la muerte”, todos ellos hechos denunciados en su momento sin mayores consecuencias.
Otros “papeles” publicitados por Wikileaks no entran, sin embargo, en la categoría de lo noticiable, a mi modo de ver. La última entrega, por ejemplo, que pone al descubierto opiniones e informes de la diplomacia norteamericana en sus encuentros y conversaciones con líderes de diversos países roza el chismorreo político. Salvo para los analistas de la condición humana, saber qué piensa el embajador de turno de Zapatero, Rajoy, Merkel, Putin, Medvédev, Sarkozy, etcétera, no aporta gran cosa y se desliza hacia el reality show. Toda diplomacia se desenvuelve en un contexto paranoico y utiliza dos lenguajes: el propiamente diplomático, ajustado a la cortesía y a las reglas, y el normal, que transmite en secreto a sus jefes.
La cruzada del ciudadano Assange por la transparencia y la “verdad” tiene aspectos claro-oscuros: claros, cuando delata crímenes y tramas criminales del poder que toda persona civilizada condenaría; oscuros, cuando pone en peligro la seguridad de personas y de colectivos enteros. A mi me parece que Assange, cuando aboga por la total transparencia en su lucha contra los poderes establecidos, se dirige a un auditorio ideal que, al parecer, no tiene en cuenta que el “polemos” existe, o sea, guerras, militares o simplemente económicas, amenazas, discursos contradictorios y éticas diferentes. Los gestores a su turno de los Estados pueden estar podridos, pero los Estados proporcionan seguridad frente a amenazas reales o potenciales. Desnudar al poder no puede ser un objetivo en sí mismo, pues otras instancias asimismo poderosas se aprovecharán de ello.
En el mundo real el secreto tiene que existir en alguna medida, aunque ya no bajo la forma grosera del secreto de estado de épocas pasadas. También las personas (de las cuales el Estado es reflejo) necesitan un reducto de secretos. La transparencia total haría de la sociedad algo inaguantable e imposible. De ahí que un fino analista, Miguel Angel Bastenier, diga de Assange que pertenece a una “corriente ácrata, de origen protestante puritano, lejanamente basada en el libre examen de la Biblia, furibundamente reivindicadora de los derechos individuales” y que “cualquiera que sea su religión o ideología –si la tiene- no es un activista de derecha o de izquierda, sino un ciudadano en rebelión contra las instituciones”.
Con Wikileaks el mundo ha dado otra vuelta sobre su eje. Es el ángel y el demonio deconstructor. Su vida, por tanto, corre peligro.
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