sábado, 23 de abril de 2011

transiciones

José Asensi Sabater

La situación natural de las cosas es la transitoriedad. Las sociedades, los partidos, las culturas, las religiones: todo se encuentra en un estado transitorio. Ya lo decía el viejo Heráclito, que veía el mundo en continuo cambio. La transición no es un momento fugaz, un periodo de tiempo determinado que conduce a una situación estable, definitiva: una chispa que pronto se apaga y se disuelve en un estado permanente de oscuridad. Hay quien cree, por ejemplo, que tras la transición española después de Franco ya nada puede cambiar y que el régimen constitucional establecido es permanente e inalterable como las Leyes Fundamentales del dictador. Pero la transición sigue operando incansablemente como motor de la dinámica social. Aznar quiso hacer su transición para insertar a España en el imperio americano, al que supone imperecedero. Zapatero hizo la suya, que consiste en insertarnos en el tiempo transitorio de la posmodernidad global.

La transición empieza por ser la del individuo mismo, que es ante todo un ser a medio camino entre sus fluidos naturales y sus pretensiones intelectuales siempre indeterminadas, cambiantes, cuya secreta dinámica, como ya dejara caer Hegel, está representada por la Esfinge, mitad animal y mitad intelecto radiante vuelto de cara hacia la luz solar. Leí hace algún tiempo una novela de ciencia-ficción que cuenta la historia de unos humanos hiperdesarrollados que alteraban su percepción con el fin de pasar sus vacaciones con grupos de humanoides ligeramente más evolucionados que los grandes monos para compartir con ellos las sensaciones elementales de la pasión, el sexo, el odio, los celos, el placer (tal vez) de concentrarse en el instante sin tener que pensar. Algo de eso ocurre ya hoy cuando desde nuestra posición cosmopolita visitamos como turistas los paraísos perdidos, las comunidades exóticas presuntamente naturales, tratando de revivir inútilmente experiencias primordiales olvidadas.

Por eso la dignificación de la situación de los primates, que ahora se quiere convertir en ley, no es más que la extensión de nuestra conciencia transitoria hasta los estados ya evolucionados de donde procedemos. No es que los primates lo reclamen, porque son incapaces de exigencia, sino que somos nosotros los que nos reconocemos en un continuo vital que nos vincula a ellos. Tratar sin crueldad a los animales y prohibir –no otorgar derechos, puesto que los animales no son titulares de deberes- determinadas prácticas inhumanas con los parientes más próximos es una ampliación de nuestra conciencia de transitoriedad, de permanente estado de mutación, que enlaza con las expresiones actuales más avanzadas de la ficción ciberpunk.

La mutación, pues, continúa y de eso se trata principalmente en la cultura posmoderna, como podemos ver en las transformaciones de las relaciones corporales y sexuales de los géneros, dentro de cada género y entre lo animal y lo humano. No parece haber fronteras precisas entre lo natural y lo artificial, entre las etnias y las culturas, entre los humanos y las máquinas. Es más, la mutación más humana es la que nos relaciona precisamente con las máquinas. El miedo a que la máquina acabe controlando al propio ser humano –un peligro que ciertamente existe si se decretara el cese de las transiciones- ha producido en todos los tiempos ideologías preventivas, conservadoras, que van desde el “ludismo” a la denuncia del Heidegger contra la técnica que aplasta al ser humano. Pero en el fondo es miedo al proceso de autotransformación, del que se podría decir que constituye ya todo un derecho, y que no se hará en contra de las máquinas sino insertándolas como suplementos necesarios de un devenir artificial, capaz de conjugar la potencia del cuerpo con la más potente conciencia que infunde el amor.

Este es el juego. El reino de la necesidad reclama orden, estabilidad, reglas, un esqueleto que mantenga fija la estructura de la sociedad. Pero la cuestión clave es que esa estructura no está determinada para siempre, aunque a veces lo parezca, sino que es fluida e inefable debido a la impredecible libertad del ser humano, ese ser que se encuentra en transición entre el animal y la máquina, y que introduce en el sistema lo impredecible, es decir, aquello que hace posible que la transición continúe.

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