domingo, 13 de febrero de 2011

de la amistad

José Asensi Sabater

De la amistad se ha dicho casi todo. Pero a mi me gusta releer un libro que tengo como favorito en este tema, “Políticas de la amistad”, del ya desaparecido Jacques Derrida, y ello al hilo de las amistades que van y vienen, las que se conjugan en la vida política, y, por supuesto, las que se dan fuera de ella.

Derrida hace un largo comentario acerca de una frase enigmática atribuida a Aristóteles por Diógenes Laercio, que dice así: “Oh! Amigos míos, no hay ningún amigo”.

Buena parte de la tradición occidental, dice Derrida, ha tratado de descifrar esta sentencia, desde Cicerón y Rabelais, pasando por Pablo de Tarso, Kant, Victor Hugo, Freud, C. Schmitt, Michêlet, Bhanchot, y otros muchos, pues la dificultad de la sentencia en cuestión radica en que parece contraponer la invocación a la amistad (“Oh!, amigos míos”) con la afirmación de que no hay ninguna amistad (“no hay amigos”).

Diversas interpretaciones ha merecido esta frase.: Que no hay amistad porque los amigos nos traicionan, ya que la amistad oscila peligrosamente entre la afinidad y el odio. Que no hay amigos porque los amigos, los de verdad, se perdieron. Que no hay amigos porque los que ayer lo fueron han cambiado y ya no son los mismos. Que no hay amigos porque los secretos que se jura guardar entre amigos (ya que el secreto es uno de los supuestos de la amistad) son delatados por la cadena de las amistades. Que no hay amigos porque no se puede tener muchos amigos, conforme al tópico: pocos y buenos.

Que no hay amigos porque la verdadera amistad no existe. Que no hay amigos, porque la amistad es algo que está por venir. Que no hay amigos porque los amigos mueren y entonces es cuando se les puede querer, de tal suerte que la amistad es tan solo el anticipo del duelo. Que no hay amigos porque ya no hay enemigos. Que no hay amigos porque la virtud y el respeto, que es su base, se han corrompido. Que no hay amigos porque ya no hay de qué hablar. Que no hay amistad sin condición. Y así sucesivamente.

Y sin embargo… la invocación a la amistad sigue ahí, reclamando sus derechos, pues no se puede vivir sin amigos.

No estamos hoy en la época de la amistad virtuosa, de la amistad fraterna (dado que, para algunos, el modelo de amigo es el hermano), de la amistad romántica, que declaraba que la Humanidad entera era el único y verdadero amigo. Cabe, pues, preguntarse qué concepto de amistad tenemos nosotros, los que vivimos ahora el presente.

Cualquiera sabe. Aunque me temo que es un concepto declinante, confuso, tanto, y precisamente, como la manera declinante en que se manifiesta la política y el modo confuso de compartir el amor. Contentémonos con suponer cómo podría ser la amistad si todavía fuera posible esperar un mañana amistoso.

Debería ser un concepto de amistad, en primer lugar, y en contra lo dispuesto por la tradición a que se refiere Derrida, que es la nuestra, que fuera capaz de abarcar la amistad entre mujeres, y entre hombres y mujeres. Una amistad no sólo de los próximos, sino de los lejanos. Un concepto de amistad que pudiera ser más allá de las vinculaciones de familia, de ideología, de sexo, de raza, de posición social, y de lenguaje común. Una amistad que pudiera florecer sin necesidad de administrarla contra nadie, y que fuera más allá de lo propiamente humano, o sea, teniendo en cuenta a los animales y a la naturaleza. ¿Sería posible?

A la sentencia aristotélica, se podría hacer la siguiente apostilla: “Oh! amigos míos, ¿hay algún amigo?”

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