jueves, 3 de marzo de 2011

Alicante

José Asensi Sabater

Oigo con más insistencia que de costumbre que Alicante, una de las ciudades más importantes de España, no cuenta en el escenario político, que es la cenicienta de la Comunidad Valenciana, poco menos que una barriada de la ciudad del Turia. De ser cierto, y algo debe haber, no sería extraño que se estuviera gestando una nueva versión del “alicantinismo”, esa tentación latente que se basa en el victimismo ante Valencia y en la “defensa” de los intereses propios.

Es que resulta –me dicen algunas personas con las que me reúno a charlar- que apenas hay alicantinos, nacidos aquí, que nos representen: casi todos son forasteros que han aterrizado en diferentes momentos. En este sentido, pensé yo, no faltan datos. Exceptuando a José Luis Lassaletta, alicantino de pro, todos los alcaldes posteriores proceden de los más variados lugares. Angel Luna nació en Madrid y llegó aquí siendo joven, enviado por Alfonso Guerra. Luis Díaz Alperi es asturiano, la actual alcaldesa, Sonia Castedo, gallega de origen, y Elena Martín, madrileña.

Si nos fijamos en las personas relevantes que han ocupado escaño por la circunscripción de Alicante o sitial de edil en el Ayuntamiento nos encontramos con que Eduardo Zaplana era cartagenero ¡y llegó a Presidente de la Generalitat! Angel Franco es natural de Almanza, provincia de León. Leire Pajín procede de San Sebastián, al igual que su familia. Juana Serna es de Albacete. Fernández Valenzuela, de Extremadura. Roque Moreno, natural de Ceuta, etcétera. Me dicen, dato que no tengo comprobado, que de los actuales ediles socialistas tan solo uno o dos son nacidos en Alicante.

Lo mismo sucede, por ejemplo, en la Universidad. Todos los rectores sin excepción llegaron de otros lugares de España: Antonio Gil Olcina era murciano, Ramón Martín Mateo de Valladolid, Andrés Pedreño igualmente cartagenero, Salvador Ordóñez, el inédito, era de Asturias, e Ignacio Jiménez Raneda, el actual rector, de Alagón, provincia de Zaragoza.

Y así podríamos repasar otros ámbitos periodísticos, culturales, asociativos, partidarios, empresariales y sindicales para darnos cuenta de que, en efecto, abunda entre la dirigencia alicantina personas foráneas de primera generación. Ciertamente, Enrique Ortiz, un señor de mucho peso, es alicantino, pero las cuatro o cinco personas más que “controlan” la ciudad no lo son.

Esta extraña situación, nada habitual en otros lugares, se explicaría por la condición de ciudad abierta de Alicante, una ciudad de aluvión que acoge sin mayores problemas a quienes vienen a asentarse aquí. Estaríamos ante un caso muy especial de sensibilidad ciudadana, ante un pueblo culto que hace gala de cosmopolitismo, de tolerancia y de gran capacidad de integración.

Pero, insisten mis contertulios, eso es sólo una parte de la cuestión, que también se podría interpretar como dejadez, “menfotisme” (vicio que se nos atribuye y en el que también este artículo podría incurrir), o muestra de esa mentalidad paleta de quienes creen a pie juntillas que lo que procede del exterior es siempre de mejor calidad. Además, añaden, eso explicaría por qué la ciudad ha sido moldeada sin respetar sus raíces, su memoria, a golpe de apetencias inmediatas.

Dejo estas intrincadas aunque interesantes cuestiones a los especialistas, como mi amigo José María Perea, que es, para mí, el mejor conocedor de la ciudad. Yo lo único que digo es que, a estas alturas, una vez desveladas ciertas ideologías y habiendo madurado lo estrictamente necesario, las cosas no cuadran. Todo el mundo sabe que en España, hoy día, pesan más los intereses territoriales y locales que los generales; que Alicante está huérfana de valedores, cosa que se nota aún más en plena crisis; que jamás hubo un “centralismo” de Valencia tan abusivo como el de ahora, y que no sería de extrañar, como dije al principio, que el famoso “alicantinismo” se desempolvara y renaciera.

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