José Asensi Sabater
La guerra siempre es un mal camino lo diga quien lo diga. pese a que hay casos extremos en que se hace inevitable.
Una de las más altas metas de la humanidad es desterrar el recurso a la guerra y, de alguna forma, este fue el principal objetivo que se fijó la ONU desde su nacimiento, a resultas de la deplorable experiencia precedente de la Sociedad de Naciones. Desde que se aprobó la Carta, las guerras como tales están prohibidas. Ya no existe, formalmente, el acto de declaración de guerra. Sólo está permitido participar en un conflicto armado por causa de legítima defensa y con la autorización del Consejo de Seguridad.
Habría que ver, sin embargo, si el sistema onusiano es hoy un dispositivo adecuado para lidiar con las guerras de “baja intensidad”, locales o regionales y, sobre todo, con las revoluciones internas que desembocan en conflicto abierto. El sistema de la ONU, donde permanece anquilosado el privilegio de veto otorgado a las grandes potencias, se diseñó a partir de la experiencia de la segunda guerra mundial, pero es discutible que sirva para encauzar los conflictos actuales. Pensemos que la ONU sigue siendo un foro donde no se da precisamente una magna representación de países democráticos y respetuosos con los derechos humanos. Aunque por otra parte es la última instancia en materia de legalidad internacional.
El papel de la ONU se asentó sobre un principio fundamental: el respeto a la soberanía de los Estados y a su integridad territorial. Éste era el punto fuerte del modelo. Pero poco a poco se fue introduciendo un criterio adicional (que no figura en la Carta) que, en cierto modo, entra en contradicción con el anterior: la defensa de los derechos humanos allí donde estos son violados por las propias autoridades locales. En los últimos tiempos la ONU ha autorizado la intervención armada o no, previa o posterior, por aire o por tierra y con distintos condicionantes, cuando se trata de poner fin a crímenes contra la humanidad, genocidios y otras violaciones graves de los derechos humanos.
Pero una intervención bajo la justificación de salvaguardar los derechos humanos tiene perfiles ambiguos. Sabemos que en muchos países se violan derechos humanos y se cometen genocidios y masacres. Sabemos también que el mundo está plagado de dictadores y autócratas. Entonces, lo que resulta en la escena real –y por lo que se duda de la coherencia de la ONU- es que unas veces sí y otras no, es decir, que la intervención por estos motivos es selectiva, coincidiendo con la relevancia de los recursos del país en cuestión y los intereses de los más fuertes. Todos sabemos que cuando se aprobaba la última resolución de Libia, tropas árabes entraban en Baréin no precisamente de vacaciones y el régimen sirio lanzaba a su policía contra los manifestantes con un alto saldo de muertes.
El caso libio es por supuesto diferente del caso irakí. Sobre esta cuestión no hay duda. Pero hay zonas de sombra, tanto en las resoluciones del Consejo de Seguridad como en la situación de hecho sobre la que operan. En Libia no se ha producido exactamente una protesta ciudadana y una represión subsiguiente de alcances genocidas, sino un levantamiento armado que ha puesto al país en situación de guerra civil. El propio coronel Gadafi comparaba su papel de exterminador con la entrada de Franco en la ciudad de Madrid durante la guerra civil española. Así y todo, las resoluciones de la ONU no autorizan a inmiscuirse en la guerra sino únicamente a establecer una zona de exclusión aérea, el embargo de personas concretas del régimen y a tomar todas las medidas necesarias para impedir la violación de los derechos de la población, esto es, evitar que el grandullón, que tiene a su favor su mayor potencia de fuego, de paso que aniquila a los sublevados cause estragos entre gente inocente.
Pero son muchas las incógnitas y las incongruencias que se acumulan en el caso de la intervención en Libia, lo que se refleja en el estado de confusión reinante entre las fuerzas aliadas y en la falta de determinación concreta de los objetivos. Una intervención armada nunca es, exclusivamente, por motivos humanitarios. Incluso para los analistas realistas de las relaciones internacionales, éste nunca debería ser el motivo. Luego debe haber otros. Y de haberlos conciernen principalmente a algunos países europeos, cada cual por específicos intereses de índole interna o de estrategia en el espacio mediterráneo. Francia parece que los tiene y personalísimos (aunque es el único país que, siguiendo el manual al uso de Derecho Internacional, ha reconocido a los sublevados, lo cual le da pie para abastecerlos y equilibrarlos frente al acoso de Gadafi) al igual de Cameron y otros. La posición española fijada por Zapatero y el Congreso es más incomprensible, por idealista, porque se escuda en que la participación española es exclusivamente de índole humanitaria.
Así que hay motivos para estar muy atentos a las acciones que se están desarrollando. Y anteponer ante todo el criterio de que la guerra es el último recurso. No sea que se materialice el viejo dicho maldito: guerras tengas y las ganes.
Gracias Pepe por tus artículos hay algunas cosas que no entiendo pero sin duda tienes razón.
ResponderEliminarM. Prada