viernes, 16 de diciembre de 2011

un túnel sin salida

José Asensi Sabater

Ando estos días bajo de forma mental y me acerco a algunos colegas europeístas de pro para ver si me levantan un poco la moral y me ayudan a descifrar lo sucedido en la última reunión del eurogrupo. Porque europeístas, haberlos haylos, aunque con el paso de los años y a la vista de la marea neoliberal que rige los destinos del continente, la pasión de los amigos cede cada día ante la perspectiva de un túnel sin salida.

La derecha que construyó Europa en sus inicios era una derecha democristiana que conservaba el recuerdo de la guerra: los De Gasperi, Adenauer, Schuman, Monnet, los Khol, etcétera -además de otros muchos socialdemócratas- sabían muy bien que la integración era el único camino para redimir a Europa de sus demonios seculares. Era gente que, por otra parte, albergaba la esperanza de que Europa llegaría a ser un actor político potente en el espacio abierto de la globalización.

De aquéllos líderes no queda rastro. Ocuparon su lugar una generación de personajes estrafalarios, como Berlusconi, o inclasificables, como Sarkozy, Merkel (de la que analistas independientes no alcanzan a dilucidar si es que no sabe por dónde va, si es simple testaferra de los bancos alemanes y los rentistas, o si es una visionaria que nos llevará al cielo de un nuevo Imperio: yo me quedo con lo segundo) y otros líderes por el estilo, que finalmente se han transmutado en dóciles empleados, a veces en el sentido estricto de la palabra, de los magos de las finanzas.

Dicen los optimistas que Europa siempre ha salido reforzada de las crisis y que, al borde del abismo, ha sabido encontrar el camino para rehacerse y avanzar. Así ocurrió en sus orígenes, con la creación de la CECA, con el Tratado de Roma, y más tarde con el Tratado de Mastrique, todos ellos espoleados por sendas crisis que empujaron la construcción europea. Por tanto, dicen, cabe esperar una reacción parecida.

Pero la crisis actual tiene una naturaleza distinta. Desde los años setenta, la política en el mundo occidental y desarrollado se ha deslizado hacia un modelo económico donde el elemento central es el crédito y las finanzas. Al desmantelamiento de la industria, siguió un modelo basado en alimentar una gigantesca burbuja financiera, cuyo estallido ha producido la mayor crisis que se recuerda. Este modelo va en la dirección contraria de lo que fue el pacto social y político que dio origen a lo que hoy es la UE y, por supuesto, es diametralmente opuesto a lo que disponen las Constituciones de los Estados que son parte de ella. De ahí el interés de modificar las Constituciones –reformas que se llevan a cabo con una ciudadanía clamorosamente ausente- para que no sean obstáculos al desarrollo de las políticas neoliberales.

Porque el juguete europeo ha devenido en eso: en un mecanismo mediante el cual los Estados ceden soberanía, pero esos mismos Estados la recuperan luego duplicada en la UE a través de gobiernos, en este caso abrumadoramente conservadores, liberales, tecnócratas o no se sabe qué, para no tener que rendir cuentas ante sus ciudadanos con el pretexto de que son decisiones “europeas”. No es correcto decir que los Estados pierdan soberanía: la recuperan, pero sin responsabilidad alguna por su parte.

Siguiendo esa pauta, el último Consejo Europeo bien se puede decir que ha sido un Consejo contra el empleo. A pesar de haberse constatado que las recetas procedentes de la UE, bajo el directorio franco-alemán, no han servido de nada para atajar la crisis y que más bien, por el horizonte, aparece el espectro de la recesión y, tal vez, de la deflacción; a pesar de que, por otra parte, los mercados continúan insaciables a la caza del eslabón débil y la prima de riesgo amenaza con ahogar al naufrago, los líderes han seguido erre que erre poniendo al objetivo del déficit y el pago de la deuda por encima de cualquier otro tipo de consideración, hasta que se cierre el círculo diabólico de la recesión y el paro.

Hay países que tal vez puedan resistir las tasas de desempleo que se cierne sobre ellos, pero España no está entre ellos. Con tasas del veinte por ciento y en ascenso, el último Consejo Europeo es un golpe letal. Hasta el mismo Rajoy, cuyo mensaje central es el empleo, parece que se da cuenta de que está metido en un buen lío, por lo que después de dar los gritos de rigor, alabando las medidas de Merkel, empieza a balbucear que hacen falta otras medidas para animar el crecimiento. Todavía no es consciente de que al aumento del paro y al recorte de salarios, seguirá el desmantelamiento del Estado de bienestar. El ideal social que se persigue no es todavía China, pero se acerca mucho al de algunos países latinoamericanos. Como ven, la moral sigue por los suelos.

domingo, 9 de octubre de 2011

¿Cambio constitucional?

José Asensi Sabater

Algunos colegas me animan a participar en una publicación que pretende establecer las bases de lo que podría ser un proceso constituyente para España. Se trataría de exponer por qué la fuerza de la vigente Constitución de 1978 está agotada, y por qué resulta necesario abordar un planteamiento que devuelva el protagonismo a la ciudadanía, poniendo coto a los poderes financieros y a las políticas neoliberales que se extienden hoy, a pesar de su fracaso, por toda Europa.

Naturalmente, declino tal invitación, no porque piense que no ha lugar a una reflexión de este tipo en el plano teórico, sino porque creo que no se dan ni de lejos las condiciones para llevar a cabo, en la práctica, un planteamiento de esta naturaleza. No resulta atractivo operar en el vacío.

Es verdad que la Constitución, en los últimos años, ha sufrido un proceso de degradación alarmante, ya que su potencial normativo ha quedado anulado en gran medida por efecto de la crisis, de suerte que los derechos en ella proclamados, entre ellos el derecho al trabajo, son derechos ilusorios en la vida real. En este sentido, la reciente reforma del art. 135, pactada entre los dos principales partidos, supone una trasgresión en toda regla del pacto constituyente de la Transición, puesto que consagra indirectamente un modelo económico claramente incompatible con los supuestos del Estado Social, uno de los pilares del consenso de 1978.

Tras treinta años de vigencia constitucional, los tres poderes del Estado han resultado afectados: el Legislativo, por su distanciamiento de la sociedad y por su subordinación a instancias foráneas. El Ejecutivo, por su colonización por distintos grupos de presión y por su manifiesta incapacidad para definir nítidamente lo que se entiende por interés general. El judicial, porque es ineficiente y no garantiza, ni la adecuada protección a los derechos fundamentales, ni los elementales valores de la neutralidad e independencia.

La degradación también se manifiesta en la organización territorial del Estado, que lejos de haber avanzado por la senda de la racionalización y la complementariedad, en la línea de un modelo solidario de corte federal, se ha deslizado por el plano de la desigualdad y la insolidaridad, además de que en ellas han cristalizado elites clientelares que presumen de no estar sujetas a responsabilidad alguna.

Con todo, se está lejos de una situación propicia para un nuevo pacto constituyente. Primero, porque tal pacto sería probablemente imposible, dada la estrategia política existente del “todo o nada”, que también se deja sentir fuera de nuestras fronteras. Segundo, porque la Constitución que se alcanzó a la salida de la dictadura, donde triunfó el consenso, hay que ponerla en valor en condiciones distintas, las de la globalización y el encaje en las estructuras europeas, que es por donde pasa actualmente el verdadero proceso constituyente: la solución de los problemas de España no se pueden disociar de los problemas de Europa, por más que en este espacio lo que predomine hoy día sea una política errática y anárquica, bajo la batuta de gobiernos conservadores. Tercero, porque, sin consenso, o mejor dicho, con posiciones maximalistas en una larga serie de aspectos, el resultado sería, o bien regresivo respecto a los niveles actuales, o bien daría lugar a una conflictividad tal que nos anularía como país; o ambas cosas.

Por tanto, hay que seguir trabajando, en mi opinión, con el material constitucional que tenemos, que no tiene por qué estar condenado a la inoperancia. Hay instrumentos potentes en el texto constitucional que es necesario poner al día. Las reformas que se necesitan, a consecuencia de la crisis, no son las de amputar el Estado social, un error político y económico, sino poner límites a esos mismos que hablan de recortes y que viven en el mejor de los mundos posibles. Las reforma que se precisan son las del saneamiento de las administraciones, sin duda, pero también la equidad fiscal entre Trabajo y Capital, hoy descaradamente favorable a ésta última. Frente los recortes arbitrarios que se quieren imponen más por ideología y por ventajismo que por coherencia económica y social, están los derechos que la Constitución proclama. Otras muchas reformas son posibles para adecuar los poderes del Estado y la organización territorial a las condiciones actuales: es cuestión de voluntad política, en el bien entendido que el punto de mira es avanzar en un esquema constitucional europeo que supere la dependencia –personal, económica y política- de los gobiernos conservadores (y no conservadores) con las entidades financieras que nos han llevado impunemente a la crisis.

La receta no es sencilla: pasa también por revertir los valores actuales, basados en el modelo de la ganancia fácil, especulativa e improductiva, e invertir en valores de decencia y promoción de bienes colectivos, es decir, en las necesidades reales de la gente.

viernes, 26 de agosto de 2011

¿una ciudad con futuro?

José Asensi Sabater

La gente con la que hablo se pregunta a menudo qué futuro aguarda a una ciudad como Alicante que a simple vista no parece especialmente dotada para la carrera post-crisis. ¿De qué vivirá, se pregunta más de uno, una ciudad que confió su crecimiento al ladrillo? ¿Cuáles serán sus fuentes de empleo, las palancas de su desarrollo? ¿Está abocada a una lenta decadencia, a la irrelevancia?

La respuesta, a la vista de las estadísticas, suele ser de lo más pesimista. Pocos son los que creen en un futuro próspero. Yo creo sin embargo que Alicante cuenta con algunas bazas que, hábilmente implementadas, pueden dar mucho de sí. Esta reflexión no es fruto –que quede claro- de un optimismo irracional, sino que responde a la constatación de algunas evidencias. El punto de partida es el siguiente: Todas las sociedades sin exclusión, especialmente las pertenecientes al llamado mundo desarrollado, tienen que orbitar necesariamente en torno a “la sociedad del conocimiento”. El conocimiento, en todas sus dimensiones, tecnológicas, científicas, ambientales, culturales, productivas, etcétera, es la llave del futuro. El posicionamiento de una ciudad, de una región, de un país, de una macro-región, pasará inexorablemente por la prueba del conocimiento.

Los que saben de estas cosas indican que se tienen que dar siete condiciones para que la planta de la economía del conocimiento pueda germinar y crecer, a saber: Buenas Universidades, bajos costes de comunicación, tecnología avanzada, frecuencia de servicios aéreos, baja tasa de delitos, buen clima y calidad de vida.

Alicante reúne parte de los requisitos. Tiene condiciones climáticas favorables y su calidad de vida, medida subjetivamente, es relativamente apreciable. Dispone de buenas comunicaciones en líneas aéreas de bajo coste, aunque sus comunicaciones por ferrocarril son muy deficientes, especialmente hacia el sur, (de ahí la importancia de que las redes transeuropeas de transporte conecten este espacio) y carece de una definición viable de su modelo portuario. Por otra parte, los niveles de seguridad son satisfactorios. Adolece sin embargo de puntos fuertes en los restantes apartados.

La Universidad, por ejemplo, si bien ha alcanzado cotas de excelencia en varios aspectos, tiene por delante retos de calado. Tiene que convertirse en el motor que dinamice el conocimiento, no como objetivo abstracto, sino en su implicación concreta con empresas y emprendedores. Por tanto, el perfil científico-técnico de la Universidad tiene que acentuarse aún mucho más. Por otra parte, las condiciones para que se cree una tecnología avanzada, de la que toda la sociedad se beneficie, es una tarea pendiente. Nuestras autoridades, en vez del jijí jajá habitual, deberían arremangarse para, por ejemplo, convertir Alicante en un espacio wifi abierto a todos a precios económicos. E igualmente debería ser una ciudad pionera en la utilización del coche eléctrico, facilitando, entre otros, servicios de arrendamiento de vehículos de este tipo. No es misión imposible.

La inmersión de la ciudad en la sociedad del conocimiento no es responsabilidad sólo de las autoridades, sino que afecta a todos, agentes económicos y sociales, escuela, universidad, y a cualesquiera entidades, grupos y asociaciones. Pero las autoridades tienen un papel especial que desempeñar. Y aquí hay que señalar un serio déficit, pues empeñadas en batallitas de poca monta, desprecian el hecho de que el futuro se construye con altitud de miras. Alicante –se ha dicho muchas veces- está ayuna de grupos dirigentes que velen por ella y sean capaces de aprovechar en el mejor sentido sus ventajas competitivas. En muchos aspectos, la clase política se acomoda a los papeles que se le asigna desde la vecina Valencia, cuya voracidad es insaciable. De modo que es utilizada como moneda de cambio.

Tal vez la crisis económica actúe en este caso como un revulsivo para que, de una vez por todas, se sumen esfuerzos para enganchar la ciudad a la ola que, de todas formas, se viene encima. La sociedad del conocimiento es el único camino practicable. Esto lo saben muy bien, intuitivamente, los jóvenes.

la constitucionaización de los mercados

José Asensi Sabater

A partir de la aprobación de la reforma de la Constitución que perpetran en pleno verano por la vía de urgencia pepé y pesoe ya no se podrá decir que España es un “Estado social y democrático de Derecho”, como solemnemente proclama el artículo 1º de la Constitución, sino un estado neoliberal y de democracia tutelada.

De la misma manera que introducir en la Constitución un texto que diga que España se declara budista alteraría el punto clave de que España es un Estado no confesional, la introducción de un límite de deuda y gasto público supone una alteración sustancial de nuestra Carta Magna en su proyección económica y social.

La Constitución del 78 se construyó sobre la base de que el mercado y sus exigencias en un espacio capitalista no es becerro de oro al que hay que adorar, sino que debe ser compatible con cosas tales como la soberanía nacional, los derechos sociales, la iniciativa pública y las instituciones propias del estado de bienestar. Dicho de otro modo: la Constitución deja abierta la posibilidad de trabajar, en materia económica, con una pluralidad de instrumentos, dependiendo de la orientación política de las mayorías parlamentarias. La reforma en cuestión no supone, pues, un ligero retoque sin importancia, sino una transmutación en toda regla de la sustancia misma de la Constitución. Por tanto, queda la duda de si la tal reforma no será en sí misma inconstitucional, al tramitarse por un procedimiento, el del art. 167, que se supone que queda reservado para aspectos no sustantivos.

Pero, además, esta reforma es innecesaria. La Constitución ya prevé instrumentos para controlar la deuda y el déficit, al tener que aprobarse necesariamente por Ley, y el Estado español, por otra parte, se ha comprometido a controlar la deuda en el marco del Pacto por el Euro y el Tratado de Lisboa, que son también instrumentos jurídicos. ¿A qué viene ahora este estrambote deprisa y con carreras? Por temor a los mercados, sin duda, no vaya a ser que se pongan furiosos y nos den un mes de septiembre movidito. Es decir, una situación coyuntural, de técnica económica válida para un modelo económico concreto y determinado, se va a erigir en una norma estable y definitiva.

Con esta maniobra se pretende llevar a cabo la refundación de España sobre el modelo neoliberal sin participación de los españoles, privándoles del elemental derecho de que las decisiones trascendentales tienen que tomarse con la participación del pueblo. El Poder Constituyente ha pasado a manos de los mercados, tenedores de deuda, entes financieros, políticos conservadores del eje franco-alemán y distantes burócratas europeos. Estos son los nuevos príncipes de las nuevas Constituciones otorgadas. A los españoles, que no han tenido la oportunidad de debatir en años reformas pendientes y necesarias de la Constitución, se les conmina ahora, por la puerta trasera y a hurtadillas, a un cambio de orientación constitucional que va a tener consecuencias en múltiples facetas de su vida y de su futuro.

Un elemental sentido de la decencia y la dignidad exigen que, al menos, la reforma planeada mayoritariamente por nuestros representantes políticos sea motivo para que el pueblo español se pronuncie al respeto mediante referéndum.

La reforma, además, es inútil y contraproducente desde el punto de vista jurídico. En realidad, el texto que se apruebe no será propiamente una norma, ni un principio con vocación normativa, porque no habrá manera de efectuar el control constitucional de las normas que creen déficit o deuda, so pena de que los presupuestos se prorroguen indefinidamente, y el Tribunal Constitucional, hoy en estado catatónico, se convierta en el árbitro que toma decisiones cuando el partido ya ha terminado.

Las consecuencias política inmediatas son fáciles de analizar: Mariano Rajoy ya tiene su reforma servida en bandeja de plata, sin mover un dedo. Zapatero ha decidido por su cuenta que el Gobierno ha de pasar a manos del pepé no sin antes atornillar al suelo las zapatillas de Alfredo, el viejo velocista, para que no pueda tomar la salida.

lunes, 1 de agosto de 2011

NIEGO LA MAYOR

Recuerdo que, en 1996, cuando ya se preveía que Felipe González podía perder las elecciones frente a José María Aznar, algunos locutores de televisión lamentaban que una gran cantidad de personas iban a perder el empleo, si cambiaba el partido gobernante. Y a mí me parecía ver en ello una especie de llamada a la instinto más sensiblero de los votantes.

Tiempo después he visto y oído en los medios de comunicación algunas críticas a los políticos, en el sentido de que no están en el hemiciclo cuando se ven las imágenes en televisión. Dicen airados frases como “si no van al trabajo que no cobren; que les descuenten del sueldo los días que no van”. Les acusan de absentismo laboral, de vagancia, de faltas en el trabajo. Y sueltan contra ellos toda clase de improperios ácidos y airados, cuando no insultantes.

Con toda modestia, en esta dialéctica, en estos razonamientos, niego la mayor. El silogismo mental de estos críticos periodistas y comentaristas parece simple: el político es un trabajador; el trabajador que falta al trabaja no debe cobrar; “ergo” los políticos que faltan al trabajo no deben cobrar.

También se habla habitualmente, entre los locutores de los medios, de la profesión de la política, del oficio de la política, de una especie de relación laboral con su derecho a un sueldo, a una la jubilación, a una seguridad social. Se discute sobre si el sueldo es alto o bajo, si son excesivas, o no, las revisiones del mismo, si la jubilación es suficiente o excesiva, si es normal, o no, que se tenga derecho a jubilación con cotizaciones muy cortas, en ocasiones. Se discute entre los comentarista de los medios sobre todas esas cuestiones que tienen que ver con el trabajo como medio de vida.

Pues yo niego la mayor, sí señor. Niego que el político sea un trabajador, niego que la política sea una profesión. Y esto, que yo lo vengo pensando desde hace muchos años, lo estoy oyendo ya decir por boca de algún político en activo. Hace pocos días decía Álvarez Cascos que la política “no es un oficio, sino un servicio”; y que iba a aplicar este criterio a su labor de gobierno en Asturias.

Está claro que el político asturiano se refería a los cargos de gobierno y no a los componentes del parlamento, en general. Posiblemente los cargos de gobierno sí que tengan una actividad profesional, pero limitada en el tiempo. Sería una especie de profesional contratado para obra determinada.

Pero, en estos comentarios, yo me refiero sobre todo a los mandatarios de los ciudadanos en los órganos de representación.

Yo entiendo que el político, elegido para representar al resto de los ciudadanos, es un mero representante, un mero mandatario.

El trabajo de la Administración Pública lo debe realizar el funcionario o llámese como se quiera, el profesional técnico que, este sí, se dedica profesionalmente y conoce, desde antes de ocupar su puesto de trabajo, toda la materia de su cometido. Este profesional, que no es político o que, al menos, no está obligado a serlo, es el que ejecuta (salvo, como hemos visto, la parte alta de la pirámide, formada por los ministros o los “ministrines). Este empleado de la Administración Pública es el que sabe cómo se hace la gestión de la cosa pública. El otro, el representante de los ciudadanos, el elegido por un tiempo determinado, es simplemente el que dice qué quiere y cómo lo quiere, es el cliente del funcionario o por mejor decir, es el representante del cliente, que es el ciudadano en general.

¿Por qué se les elige? Pues sencillamente porque el sistema de democracia directa o de “concejo abierto” solamente es posible en sociedades de pequeño número de individuos. En las grandes sociedades es preciso ir a la democracia indirecta, eligiendo a algunos representantes, que tampoco tienen que ser tantos, por cierto. No estaría mal que fueran menos los representantes y mayor la libertad de elección que otorgara a los electores el entramado normativo.

En todo caso, su posible cobro de cantidades económicas estaría más en la línea de la indemnización, por haber dejado temporalmente su trabajo, su oficio o su profesión habitual, para ir en representación del resto de los ciudadanos a las asambleas de decisión. Pero entender que son profesionales, entender que la política es un oficio y que es un medio de ganarse la vida (y menos de manera decente) es confundir la gimnasia con la magnesia.


Ángel González Sánchez

domingo, 3 de julio de 2011

la forma del universo

José Asensi Sabater

Una de las más famosas controversias de la matemática contemporánea se ha centrado en desentrañar la “Conjetura de Poincaré”, un endiablado problema en torno a la forma del universo. Henri Poincaré, fundador de la topología moderna y matemático genial, conjeturó que el universo debía de ser triesférico, esto es, una realidad topológica de tres dimensiones, y, por tanto, se trataría de un universo finito, aunque ilimitado.

Nosotros, los seres humanos –vino a decir Poincaré- provistos de una percepción tridimensional, podemos contemplar la forma esférica de la Tierra, cuya superficie es bidimensional, y situarla sobre un mapa. Sin embargo, si el universo es tridimensional y esférico –como él sugirió- no habría manera de situarse fuera de él para comprobarlo, pues el ser humano carece por completo de una percepción en cuatro dimensiones.

El reto de refutar o probar la conjetura quedó para disfrute y tormento de los matemáticos, que se estrujaron el cerebro durante años, hasta que en 2003 un excéntrico ruso llamado Gregory Perelman convocó a sus colegas en Cambridge, Massachussets, y ofreció una explicación elegante del enigma, rechazó de paso el premio de un millón de dólares y regresó a Moscú a cuidar de su padre en un modesto apartamento. Ignoro si lo que planteó Perelman fue una demostración completa o solamente un método o base para la demostración, pero en cualquier caso ahí quedó el intento de asomarse matemáticamente a la captación de un objeto –el universo- que rebasa el entendimiento humano normal y corriente.

Me pregunto si esta maravillosa conjetura sería trasladable, en su medida y a manera de analogía, a la comprensión de lo que hoy sucede en la antroposfera, ese universo social que habitamos. Como la matrioska, la muñeca rusa que contiene otras tantas en su interior, unas dentro de las otras, Occidente ha tenido durante siglos el convencimiento de que podía ver el mundo desde una dimensión superior a la de las otras culturas y otros pueblos. Podía, así, permitirse el lujo de cartografiarlos económica y culturalmente, acotarlos, explorarlos y explotarlos, dar lecciones sobre cómo debían evolucionar, o forzarlos a hacerlo en caso necesario.

Esto se acabó. Si la globalización es algo, y bien lo parece, es que podemos mirarnos unos a otros sin que nadie pueda presumir de estar instalado en una dimensión superior. Formamos, pues, parte de un único universo social para cuya comprensión no se dispone de un espacio exterior privilegiado (una cultura, un pueblo, una filosofía, una religión) desde el cual operar. La conjetura se agranda y evidencia cuando el poderoso Occidente, civilizado y desarrollado, está metido en un túnel del que no sabe cómo salir, mientras es contemplado por todos los demás sin complejo alguno.

¿Contamos con un Gregoy Perelman que nos ayude a salir del atolladero en esta materia? No lo encontraremos, desde luego, entre los sabios y gestores de la matriz económica dominante, que nos están llevan a un callejón sin salida con matices alarmantemente autodestructivos. Probablemente, esa dimensión que nos puede aportar luz sobre la índole de los problemas que se nos presentan haya que buscarla, precisamente, en nuestra relación con la naturaleza y el cuidado del planeta. Ya ha habido exploradores arriesgados e investigadores concienzudos que nos han indicado el camino para entenderlo mejor. No es ninguna novedad.

En estos momentos, en que lo inmediato es salir de la crisis, cosa que probablemente se producirá más tarde o más temprano (aunque para caer en otra mayor, de seguir la pauta), la cuestión ecológica y los graves problemas que aquejan al planeta han pasado a un segundo plano, ya que lo urgente es crecer y generar empleo. Pero el problema sigue ahí y se seguirá proyectando con la fuerza de la ley de la gravedad. La dimensión ecológica no sólo es inevitable, si no queremos arrasar la biosfera, sino que está llamada a ser el punto de vista desde el cual reconstruir las relaciones sociales, económicas, culturales y, en último término, políticas.

lunes, 20 de junio de 2011

democracia real

José Asensi Sabater

Sabemos que ninguna democracia es real y menos aún la democracia representativa, en cuyo núcleo fundamental hay una ficción: la ficción de la representación, en virtud de la cual la voluntad de los representantes se hace pasar por la voluntad del pueblo. En ese sentido no es real, como ya dijera el viejo Rouseau (“los ingleses –decía- creen que son libres porque eligen a sus representantes cada cierto tiempo…”) y después de él Marx, Kelsen y, desde luego, los teóricos del comunismo.

Con todo, la democracia representativa, pese a todos sus defectos, ha transitado por el proceloso siglo XX y ha prevalecido frente a los experimentos que planteaban su superación, desde la democracia entendida como la adhesión a un führer (“el fúhrer nunca se equivoca”), hasta la democracia asamblearia o consejista, todas las cuales desembocaron en dictaduras que anularon la libertad y la dignidad de las personas. La democracia representativa puede tener fallos, pero el reverso de ella conduce al horror de la dictadura.

Cuando el movimiento 15-M plantea “democracia real ya” lo que está proponiendo, creo entender, no es sustituirla por la democracia directa de la calle, sino más bien la ampliación de la representación y otra manera de articularla para que sea más equitativa. Ciertamente, el abanico representativo se ha ampliado a lo largo de los años, incluyendo progresivamente categorías de ciudadanos anteriormente excluidos, lo cual está muy bien; pero es verdad que la manera en que se refleja el peso del voto no es equitativo sino que vulnera el principio de igualdad. En España este efecto es especialmente evidente, como se ha venido diciendo desde la Transición, y ya es hora de que se produzca un cambio en el sistema electoral que corrija esa desviación.

Pero, además, el 15-M plantea otro punto de interés: reforzar y potenciar la democracia con más participación. Esto es posible, por supuesto, y ya hay experiencias aquí y allá que apuntan en esta dirección. El por qué de esta demanda es fácil de entender. Hoy la gente, que tiene acceso a la información por mil conductos, no está dispuesta a creer a pie juntillas todo lo que emana de sus representantes y de los partidos donde éstos se encuadran. Quiere pensar por sí misma y no dar un cheque en blanco. Es decir, no quiere estar tan representada, sino ser protagonista y partícipe de la cosa pública. Esta desacralización de la autoridad –que debe ganarse su legitimidad por lo que hace y no por el estatus de que disfruta- es un hecho nuevo que tiene inevitables consecuencias en la gobernabilidad. Nadie está al margen del escrutinio público, ni los partidos, ni los jueces, ni el parlamento, ni ninguna otra institución. Probablemente esto supone un debilitamiento de la autoridad tal como ésta se venía concibiendo, pero es un paso más en nombre de una autoridad y una democracia reales.

Por último, “democracia real” apunta a la necesidad de disponer de más controles en manos de los ciudadanos para combatir las desviaciones de poder. En un escenario donde se evidencia la oligarquización y el sectarismo de los partidos políticos, donde la corrupción es notoria pero no corregida, donde las promesas se incumplen y se engaña y manipula, es normal que se quiera más control efectivo y medidas ejemplarizantes. En este sentido, la demanda de “democracia real” no supone simplemente introducir cambios concretos y ajustes técnicos sino, precisamente, un rearme ético de la democracia que, de llevarse a efecto, supondría un cambio constitucional de calado. De hecho “democracia real” es un germen de poder constituyente.

No es casual, como tantas veces se ha advertido, que estas y otras demandas se planteen ahora, en el contexto de la crisis. La crisis económica ha desvelado que la democracia que tenemos es endeble. Todos vemos cómo los gobiernos, los parlamentos y los partidos han perdido en gran medida la capacidad de decidir. Deciden por ellos poderes más elevados, sin que sea posible someterlos, a su vez, a ningún control democrático. La respuesta de los indignados –y de otras muchas personas- era, pues, esperable y, en cierto modo, plantea alternativas sumamente civilizadas, alejadas de lo que podría llegar a ser la pura explosión de la violencia.

viernes, 10 de junio de 2011

problemas autonómicos


jose Asensi Sabater

En la tradición de la Revolución francesa, y después en la rusa y china, se suponía que un Estado fuerte y centralizado era sinónimo de progreso, modernidad e igualdad. Pero hasta este tipo de Estado tuvo que claudicar ante la evidencia de que una centralización excesiva hace imposible la buena marcha de cualquier organización –también de la política- y, por otra parte, suscita importantes rechazos allí donde el Estado no es homogéneo sino que existen comunidades cultural o políticamente diferenciadas. De ahí que, frente a las pretensiones del Estado dirigente y centralista, se alce otra sólida tradición que pone el énfasis en la descentralización del poder, sea mediante fórmulas federales, como en los Estados Unidos, sea mediante la variada gama de fórmulas de regionalización, autonomía, etcétera.

En España, desde la Transición, se llevó a cabo un proceso de descentralización bastante incisivo, con dos objetivos: facilitar la integración de las nacionalidades, reconocidas como tales en la Constitución, y otorgar a los diferentes territorios autonómicos un ámbito propio de competencias sobre sus propios asuntos, al margen de la vigilancia externa del Estado. Se suponía que una mayor autonomía iba a implicar mayor participación y control populares y, por consiguiente, que se alcanzarían valores positivos, válidos por sí mismos, tales como la democracia. Más autonomía significaba en aquél momento más democracia y, también, más control sobre los gobernantes y más posibilidades de denuncia y profilaxis de la corrupción.

Treinta años después de este diseño, al que han acompañado múltiples reformas y añadidos que han llegado a alterar las previsiones constitucionales, cabe preguntarse si los objetivos se han logrado. Respecto a la integración de las nacionalidades, el balance es ambiguo: treinta años de tira y afloja con los nacionalismos han reportado algunas ventajas (no olvidemos que los nacionalistas han colaborado con la gobernabilidad del Estado, tanto con gobiernos de izquierda como de derecha), pero no se ha resuelto en problema principal de la integración, puesto que los nacionalismos siguen teniendo el punto de mira fijo en la autodeterminación. Respecto a la cuestión de la democracia, el balance es desigual: se han consolidado entes autonómicos, pero la atribución de mayores cuotas de poder a las elites locales ha desembocado, en según en qué territorios, en un gasto descontrolado y en un aumento verdaderamente alarmante de la corrupción. Basta ver lo sucedido en Autonomías como la valenciana para hacerse una idea.

La crisis económica ha destapado la necesidad de revisar el modelo. Y no tanto porque haya que hacer caso a esa suicida receta de recortar y recortar, dictada por Alemania, sino por el despilfarro intrínseco en que han incurrido muchas Autonomías para satisfacer clientelas y acumular poder. Los planes de los responsables de tanta impudicia se ciernen una vez más, como si de una maldición bíblica se tratara, sobre los débiles. De modo que los mismos manirrotos que, por ejemplo, han dejado exhaustas las arcas de la Generalitat serán los que lleven adelante la siniestra poda de los servicios públicos generales, dejando a la población en condición precaria, arruinada y destartalada.

Tal vez hay un error en el diseño inicial de las Autonomías en España. Se les encargó que gestionaran servicios esenciales, como la sanidad, la educación y otras prestaciones sociales, pero tales tareas no las pudieron respaldar puesto que carecen de una política económica coherente con ese cometido. Los instrumentos de política económica quedaron en manos del Gobierno que, a su vez, un gobierno tras otro, los traspasaron a los mercados financieros y los bancos alemanes. Los ciudadanos no tienen manera de exigir a sus gobiernos autonómicos responsabilidad alguna, pese que voten. Están excluidos. Y como la única manera de ajustar el déficit a toda prisa, la gran obsesión, es morder en el gasto social, no cabe ninguna duda de que éste es el centro del programa oculto, aunque evidente, que trae Rajoy bajo el brazo. Una vuelta de tuerca más que arruinará generaciones.

Entretanto, el pesoe se lame las heridas pero insiste en sus errores.

viernes, 20 de mayo de 2011

una sociedad desprevenida e indignada

José Asensi Sabater

Ayer domingo las urnas dictaron, como era previsible, su veredicto. Descubriremos probablemente algunos datos controvertidos y opinables, y otros tal vez inesperados aquí o allá, todo ello en el marco del guión establecido. Pero un malestar profundo subyace al funcionamiento de las instituciones y se retroalimenta y difunde entre amplias capas sociales sin que el resultado de las elecciones lo vaya a apaciguar. Si bien hemos ejercido nuestro derecho a votar o a no votar, existe la conciencia de que, en esta ocasión, no tendrá el efecto profiláctico esperable.

Las fuentes del malestar de la ciudadanía son bien conocidas: en su origen hay una estafa financiera sin precedentes cuyas víctimas son millones y millones de personas, conforme a la fórmula perversa de que los beneficios se privatizan y las pérdidas se socializan. A medida que se van conociendo los detalles de la gigantesca operación de fraude masivo y se desvela el papel de las instituciones, personas y organismos –aparentemente fiables- que fueron cómplices y consentidores de la operación, la indignación de la ciudadanía crece en la misma medida que su desaliento ante un futuro tenebroso. Mientras los responsables del fraude, una vez rescatados con dinero de todos, se reparten cantidades obscenas y exigen nuevos sacrificios y recortes, en actitud amenazadora, los vínculos sociales se rompen y se resquebraja el modo de vida, no ya de la clase trabajadora, sino de amplios sectores de la clase media.

La gente, desprevenida ante la impudicia de los responsables y de los efectos destructivos de la crisis, está asistiendo estupefacta a la respuesta kafkiana de unos Estados que se han puesto de rodillas ante el gran capital, rescatándolo primero y allanando después el camino para que continúen engrosando su tasa de ganancia. El resultado es que a una democracia de baja calidad se ha sumado la evidencia de que las instituciones democráticas han actuado con desprecio al sentir de la gente. Como en alguna ocasión he escrito en estas páginas, la democracia (es decir, el ídeal de democracia) es la gran perdedora en este envite y eso incluye, claro está, a los partidos políticos convencionales y al diseño mismo de las instituciones.

No debe extrañar entonces que el malestar se haya trasladado a la calle. Desde hace un año, ha habido explosiones de descontento en varios países europeos, desde Grecia a Inglaterra, y no parece que vayan a remitir. Ahora, en vísperas de la cita electoral, la protesta se ha instalado en España, cogiendo desprevenida a una clase política que continúa encerrada en los aparatos de los partidos políticos turnantes.

En estos pocos días hemos visto y leído la disección del movimiento 15-M y de la plataforma Democracia Real Ya, por parte de un nutrido grupo de sociólogos y analistas, cuyas opiniones amplifican, así como las propias manifestaciones, ávidos medios de comunicación. No añadiré nada nuevo a este respecto. Me parece, simplemente, que éstas son expresiones de descontento bienvenidas porque ponen el foco en las carencias de un sistema democrático que arrastra muchas debilidades desde los tiempos de la transición, y que ha sido incapaz de cerrar la brecha abierta entre los partidos políticos y la ciudadanía que, antes bien, se ha ampliado.

Por la índole de sus planteamientos –relativos al cambio del sistema electoral, a la configuración de la justicia, a la lucha contra el desempleo, contra la corrupción, entre otras- se podría decir que son aspiraciones por ahora adscritas al malestar que emana de sectores de la clase media que ven peligrar a toda velocidad sus oportunidades de futuro. Por otra parte, dentro de la heterogeneidad del movimiento, destaca la actitud pacífica, dialogante y espontánea, así como un sentido organizativo eficiente y responsable, lo que apunta a formas prometedoras de acción política. No son, desde luego, como ellos se encargan de reafirmar, grupos antisistema, sino extra-sistema, porque los cauces de participación que desearían tener están cegados.

Esta llamada de atención a los partidos hoy existentes no debe echarse en saco roto. Los tiempos que se avecinan no van a ser precisamente un camino de rosas y la protesta y el conflicto social, larvados en la crisis, va a extenderse sin ninguna duda. El problema es cómo encauzarlos si los partidos tradicionales siguen en su actitud estatuaria, labrando su inevitable obsolescencia, con arrogancia, endogamia y burocracia. Todo ello en el bien entendido de que cada una de esas propuestas que hoy se debaten, por muy moderadas que sean –y de hecho lo son por ahora- desembocarán en un reforma del esquema constitucional español (y europeo), una reforma pendiente durante muchos años, pero que se presenta a ojos vista como muy necesaria.

sábado, 23 de abril de 2011

transiciones

José Asensi Sabater

La situación natural de las cosas es la transitoriedad. Las sociedades, los partidos, las culturas, las religiones: todo se encuentra en un estado transitorio. Ya lo decía el viejo Heráclito, que veía el mundo en continuo cambio. La transición no es un momento fugaz, un periodo de tiempo determinado que conduce a una situación estable, definitiva: una chispa que pronto se apaga y se disuelve en un estado permanente de oscuridad. Hay quien cree, por ejemplo, que tras la transición española después de Franco ya nada puede cambiar y que el régimen constitucional establecido es permanente e inalterable como las Leyes Fundamentales del dictador. Pero la transición sigue operando incansablemente como motor de la dinámica social. Aznar quiso hacer su transición para insertar a España en el imperio americano, al que supone imperecedero. Zapatero hizo la suya, que consiste en insertarnos en el tiempo transitorio de la posmodernidad global.

La transición empieza por ser la del individuo mismo, que es ante todo un ser a medio camino entre sus fluidos naturales y sus pretensiones intelectuales siempre indeterminadas, cambiantes, cuya secreta dinámica, como ya dejara caer Hegel, está representada por la Esfinge, mitad animal y mitad intelecto radiante vuelto de cara hacia la luz solar. Leí hace algún tiempo una novela de ciencia-ficción que cuenta la historia de unos humanos hiperdesarrollados que alteraban su percepción con el fin de pasar sus vacaciones con grupos de humanoides ligeramente más evolucionados que los grandes monos para compartir con ellos las sensaciones elementales de la pasión, el sexo, el odio, los celos, el placer (tal vez) de concentrarse en el instante sin tener que pensar. Algo de eso ocurre ya hoy cuando desde nuestra posición cosmopolita visitamos como turistas los paraísos perdidos, las comunidades exóticas presuntamente naturales, tratando de revivir inútilmente experiencias primordiales olvidadas.

Por eso la dignificación de la situación de los primates, que ahora se quiere convertir en ley, no es más que la extensión de nuestra conciencia transitoria hasta los estados ya evolucionados de donde procedemos. No es que los primates lo reclamen, porque son incapaces de exigencia, sino que somos nosotros los que nos reconocemos en un continuo vital que nos vincula a ellos. Tratar sin crueldad a los animales y prohibir –no otorgar derechos, puesto que los animales no son titulares de deberes- determinadas prácticas inhumanas con los parientes más próximos es una ampliación de nuestra conciencia de transitoriedad, de permanente estado de mutación, que enlaza con las expresiones actuales más avanzadas de la ficción ciberpunk.

La mutación, pues, continúa y de eso se trata principalmente en la cultura posmoderna, como podemos ver en las transformaciones de las relaciones corporales y sexuales de los géneros, dentro de cada género y entre lo animal y lo humano. No parece haber fronteras precisas entre lo natural y lo artificial, entre las etnias y las culturas, entre los humanos y las máquinas. Es más, la mutación más humana es la que nos relaciona precisamente con las máquinas. El miedo a que la máquina acabe controlando al propio ser humano –un peligro que ciertamente existe si se decretara el cese de las transiciones- ha producido en todos los tiempos ideologías preventivas, conservadoras, que van desde el “ludismo” a la denuncia del Heidegger contra la técnica que aplasta al ser humano. Pero en el fondo es miedo al proceso de autotransformación, del que se podría decir que constituye ya todo un derecho, y que no se hará en contra de las máquinas sino insertándolas como suplementos necesarios de un devenir artificial, capaz de conjugar la potencia del cuerpo con la más potente conciencia que infunde el amor.

Este es el juego. El reino de la necesidad reclama orden, estabilidad, reglas, un esqueleto que mantenga fija la estructura de la sociedad. Pero la cuestión clave es que esa estructura no está determinada para siempre, aunque a veces lo parezca, sino que es fluida e inefable debido a la impredecible libertad del ser humano, ese ser que se encuentra en transición entre el animal y la máquina, y que introduce en el sistema lo impredecible, es decir, aquello que hace posible que la transición continúe.

martes, 19 de abril de 2011

sabotaje

José Asensi Sabater

Paseo por el parque, recuerdo, un parque en que hay muchos niños y voy acompañado de algunos de mi familia y de Mariano Rajoy. No se qué demonios hace allí Mariano Rajoy. Los niños empiezan a flotar en el aire como globitos de gas y se elevan por encima de nuestras cabezas y, horror, de repente comienzan a caer y a estrellarse contra el suelo poseídos de una especie de ataque nervioso que los pone rígidos. Esa rigidez se apodera también de mí, de mis acompañantes y del propio Rajoy, que abre la boca y lanza un grito electrizante. Y en ese momento me despierto.

Esa pesadilla me la cuenta un amigo que la noche anterior había visto el documental “Inside Job”, o sea, “trabajo interno”, “trabajo sucio” o “sabotaje”, el famoso documental de Charles Ferguson que mucha gente está viendo desde hace meses y que narra la historia de la mayor estafa habida desde que el mundo es mundo llevada a cabo por los dueños de las finanzas globales y que ha puesto al planeta entero a los pies de los caballos, llevándose por delante los empleos, las esperanzas y los sueños de millones y millones de personas.

No me extraña la pesadilla de mi amigo porque según los comentarios que se oyen de la película, premiada con un Oscar, pertenece al género de terror. No voy a contar la trama y aburrir a los que ya la han visto pero la recomiendo a los que no, porque es el mejor documento que se conoce sobre los autores directos de la Gran Estafa. Eso sí, no la pasen por la noche porque a lo mejor les entran náuseas y ganas de vomitar y probablemente pesadillas. Se trata del mayor espectáculo de corrupción de la Historia, creo que se puede decir, protagonizado por un grupo de cocainómanos compulsivos que llevaron la gestión de las finanzas globales –que reflejaban por otra parte los esfuerzos de millones de ahorradores- más allá de los límites de la imaginación y para quienes ninguna ganancia era suficiente.

Cabe subrayar si acaso el fraude cometido por las agencias de calificación, que ponían la triple A a bancos de inversión a punto de quebrar, y, algo que se sabía, pero ahora se confirma, y es que esas Universidades prestigiosas que se precian de tener en sus filas a los sabios de la economía, Columbia, Harvard, Stanford, etcétera, en realidad estaban gobernadas por señores académicos que, a su vez, cobraban cifras fabulosas por trabajar para los artífices del crash, difundiendo científicamente que éstos eran el exponente de la mejor economía y que su ejemplo debía de servir como acicate para los estudiantes y ser adorados como los héroes de la libertad y el progreso de los pueblos.

Por cierto, no debe de extrañar que el señor Aznar, que recibe emolumentos del magnate Murdoch, se haya ido a Columbia y allí haya soltado las conocidas ideas que tanto halagan los oídos de estos monstruos del pillaje, y, de paso, nos deje caer que Gadafi al fin y al cabo era un amigo reconvertido y que parece mentira que ahora nos metamos con él. Será acaso consecuencia de la íntima amistad que Aznar y su yerno Agag, un hombre de negocios, fraguaron con el dictador cuando Aznar le visitó en Trípoli ya no como presidente de gobierno, para algo más, supongo, que para hacer turismo: todo un hombre sin complejos este Aznar.

Luego me quedo pensando -intentando descifrar, por afición, el sueño de mi amigo- qué demonios haría allí en el parque el pobre de Mariano Rajoy. Se me ocurre que los niños-globos representen tal vez la escalada en las encuestas de las huestes de Rajoy que, de repente, caen con estrépito al tiempo que Mariano profiere su estentóreo alarido. Pero no; creo que esta interpretación es banal. Podría ser acaso que la pesadilla reprodujera oníricamente el desenlace de una situación idílica de niños flotando felices en el éter que se torna en angustia ante la catástrofe que se ve venir, paralizando al protagonista y su familia y, también a la figura del padre mandón, que en este caso es Don Mariano. Tampoco es esta una versión para echar cohetes. Me sirve si acaso para indicar que nadie quedará a salvo de esta emponzoñada situación y mucho menos los que dicen que se van a comer el mundo y devolvernos a los tiempos de Aznar, que es precisamente cuando se pusieron en marcha las bombas de relojería que han estallado. Y digo que son tiempos emponzoñados, y por otro lado expectantes, porque cuando pase la marea populista y medio facha que se avecina, la gente va a empezar a protestar de verdad.

jueves, 7 de abril de 2011

otras transiciones


José Asensi Sabater

Los cambios más significativos de los últimos tiempos se pueden resumir en los tres siguientes: cambios geopolíticos, cambios tecnológicos de los instrumentos de comunicación y crisis sistémica de la economía global.

De ellos, el primero es probablemente al que debemos de prestar más atención por sus efectos a largo plazo y como medio de entender fenómenos tan actuales como las transiciones de numerosos países hacia formas más democráticas en el modo de gobernarse. Tal es el caso de los países árabes, azotados por la carestía, movilizados por nuevas generaciones de jóvenes airados con sus gobiernos corruptos y autocráticos, aunque también, y esto es tal vez lo más importante, conscientes de que los esquemas geoestratégicos heredados de la época de la división del mundo en bloques terminó hace ya tiempo y que, hoy, las coordenadas han cambiado.

Este somero análisis vale también para transiciones en ciernes de países aislados y rezagados como Cuba. Es obvio que el régimen cubano lleva años deshojando la margarita de cómo encarar un cambio que a todas luces se hace inevitable. Pero dadas las especiales circunstancias de la isla, la chispa que disparará los cambios no provendrá exactamente de la masa juvenil, desplazada en gran media a la diáspora, ni tampoco de las redes sociales que, aunque presentes en la clandestinidad, pueden ser policialmente acalladas. El factor geoestratégico será, a mi modo de ver, determinante. Ya no hay un espacio comunista fuera de Cuba y sus tradicionales aliados como Venezuela, u otros añorados como Libia, son poco fiables, o poco eficientes, o simplemente se convirtieron en regimenes cleptocráticos.

Los campos en que se divide el mundo ya no son bloques ideológico-militares contrapuestos. Esto se terminó con la caída de la Unión Soviética. El ascenso de China y la batalla por la apropiación de los recursos del planeta, tanto en el apartado energético como alimentario, es en estos momentos la clave decisiva, así como el deseo de la gente de gobernarse con arreglo a estándares respetables. Las tensiones sociales y los conflictos ya no se dan entre bloques ideológicos sino dentro de cada sociedad.

Desde este punto de vista, Cuba no puede pretender llevar a cabo una transición al estilo de las que se produjeron en décadas anteriores. Ni el modelo chino, ni el vietnamita, más cercano a sus viejas relaciones internacionales, u otros como Taiwan (¿), son los únicos puntos de anclaje. La transición en Cuba tiene como referencia a América Latina, especialmente el área del Caribe, y a los Estados Unidos. A ello hay que añadir la disposición de los Estados Unidos a establecer relaciones más equitativas y equilibradas con el continente americano, como modo de frenar el desembarco chino en amplias regiones del cono sur. La reciente gira de Obama por varios países latinoamericanos se inscribe en este movimiento estratégico de largo alcance.

Estos días se reúne en Nueva York un grupo de académicos que analizan aspectos diversos de la situación cubana. Expertos de las mejores universidades norteamericanas y europeas, así como profesores cubanos de la isla, en su mayoría “raulistas”, debaten sobre las alternativas que hay sobre la mesa en vísperas del importante sexto congreso del partido comunista cubano. La tesis que se abre camino es la de apoyar los nuevos “lineamientos” diseñados por el régimen para favorecer una apertura económica de Cuba en diversos capítulos, lo que llevaría a una relajación gradual de los tres factores que hasta ahora han mantenido a la sociedad cubana en una camisa de fuerza: la omnipresencia del partido único, la militarización de la política y la dirección autoritaria de la economía y de la sociedad.

Ésta es la línea a la que se apuntan, me parece a mí, la propia Iglesia católica de la isla (tal vez el sector extra-régimen mejor organizado) y otros sectores influyente del interior y de la diáspora. Ello permitiría la apertura de espacios de libertad económica que más tarde o más temprano se traduciría en espacios institucionales de libertad. Un giro de la política norteamericana –relajando y eliminando finalmente el embargo- y europea –modificando la Posición Común- serían otras piezas indispensables del planteamiento.

Enfrente está la tesis de los que anteponen criterios políticos: el fin de la dictadura y un proceso constituyente. Pero esta opción, en mi opinión, tendría como resultado el encastillamiento del régimen y el bloqueo de la situación sine die.

lunes, 28 de marzo de 2011

debates nucleares

José Asensi Sabater

No se puede parar el debate nuclear después de lo que está pasando en Japón. Sería algo así como dejar de hablar del cuestionamiento de las farmacéuticas después del fiasco de un medicamento letal. Y ha habido bastantes casos de estos.

El problema consiste, parece ser, en evaluar costes y beneficios, riesgos y ventajas, de una energía que tiene evidentes problemas para ser controlada. Es cierto que técnicamente su control es posible, pero hay otros aspectos importantes que no están resueltos: los riesgos a que se ven expuestas las centrales, sean riesgos naturales, guerras, atentados o fallos humanos, y por otra parte, está el problema de qué hacer con los residuos, cuyos efectos mortíferos se prolongarán por decenas de miles de años como una huella imborrable de nuestra forma de afrontar la vida en este planeta. Por otra parte, se puede discutir si esta fuente de energía es necesaria o si, en el horizonte de los próximos veinte o treinta años, hay alternativas viables.

Muchos dirán que es mejor desterrar las centrales nucleares, estableciendo plazos para el cierre de las que están en funcionamiento e impidiendo la construcción de otras nuevas. Normalmente a esta tesis se acompaña la propuesta de que hay que invertir más en energías alternativas, blandas y limpias. Y ciertamente el futuro pertenece a este tipo de recursos, pero en el momento presente, en que la energía barata es condición necesaria para seguir creciendo, especialmente por parte de los países en desarrollo (y para mantener el estilo de vida occidental) así como para salir de la fosa de la crisis, la pregunta es si las energías alternativas son suficientes y asumibles en términos de coste económico.

Se dirá que las energías limpias serían más baratas si a ellas se destinara más dinero en investigación; pero se trata de un desideratum que no parece tener eco, aquí y ahora, en los que tienen que invertir. Hay otras propuestas, que más bien suenan a recomendaciones bienintencionadas, como las que animan a la gente a restringir el consumo cotidiano. Creo sinceramente al respecto que sería admirable que cada cual tratase de evitar el despilfarro y la estridencia consumista, pero no creo que se alcanzaran resultados significativos a gran escala.

Lo que demuestra el fiasco nuclear de Japón es que la energía no es algo que fluye más allá y al margen de las condiciones de vida, sino que está vinculada al modo de producción existente, que hoy es, a lo largo y ancho del planeta, un modelo capitalista y consumista. Todas las ideologías fuertes, liberales o comunistas, es decir, todas las ideologías vinculadas a una idea de progreso, de desarrollo y de crecimiento, fueron y son amantes de la energía nuclear. Tanto en Europa y Estados Unidos como la Unión Soviética y sus satélites. Ahora toca el turno a los países en plena explosión desarrollista, y por qué no, a la miríada de otros países que necesitan energía barata para continuar creciendo.

Así que no hay salida ni remedio. Antiguos marxistas, reconvertidos en anti-nucleares, como Carlos Taibo, promueven el ascetismo en el consumo como remedio. Viejos ecologistas, por el contrario, como Lovelok, se pronuncian hoy por la energía nuclear como salida, aún sabiendo que la muerte del planeta es inevitable.

Está muy bien que se discuta y que unos y otros tiren de un lado u otro de la cuerda, pero el dilema es otro, desolador: porque si el mundo no va a parar en su objetivo del crecimiento, la energía que se empleará será la más barata, no la más eficiente. Y si, por el contrario, el objetivo es proteger el planeta a toda costa, entonces el problema es si esto se consigue con una democracia o con una dictadura.

jueves, 24 de marzo de 2011

Libia y la ONU

José Asensi Sabater

La guerra siempre es un mal camino lo diga quien lo diga. pese a que hay casos extremos en que se hace inevitable.

Una de las más altas metas de la humanidad es desterrar el recurso a la guerra y, de alguna forma, este fue el principal objetivo que se fijó la ONU desde su nacimiento, a resultas de la deplorable experiencia precedente de la Sociedad de Naciones. Desde que se aprobó la Carta, las guerras como tales están prohibidas. Ya no existe, formalmente, el acto de declaración de guerra. Sólo está permitido participar en un conflicto armado por causa de legítima defensa y con la autorización del Consejo de Seguridad.

Habría que ver, sin embargo, si el sistema onusiano es hoy un dispositivo adecuado para lidiar con las guerras de “baja intensidad”, locales o regionales y, sobre todo, con las revoluciones internas que desembocan en conflicto abierto. El sistema de la ONU, donde permanece anquilosado el privilegio de veto otorgado a las grandes potencias, se diseñó a partir de la experiencia de la segunda guerra mundial, pero es discutible que sirva para encauzar los conflictos actuales. Pensemos que la ONU sigue siendo un foro donde no se da precisamente una magna representación de países democráticos y respetuosos con los derechos humanos. Aunque por otra parte es la última instancia en materia de legalidad internacional.

El papel de la ONU se asentó sobre un principio fundamental: el respeto a la soberanía de los Estados y a su integridad territorial. Éste era el punto fuerte del modelo. Pero poco a poco se fue introduciendo un criterio adicional (que no figura en la Carta) que, en cierto modo, entra en contradicción con el anterior: la defensa de los derechos humanos allí donde estos son violados por las propias autoridades locales. En los últimos tiempos la ONU ha autorizado la intervención armada o no, previa o posterior, por aire o por tierra y con distintos condicionantes, cuando se trata de poner fin a crímenes contra la humanidad, genocidios y otras violaciones graves de los derechos humanos.

Pero una intervención bajo la justificación de salvaguardar los derechos humanos tiene perfiles ambiguos. Sabemos que en muchos países se violan derechos humanos y se cometen genocidios y masacres. Sabemos también que el mundo está plagado de dictadores y autócratas. Entonces, lo que resulta en la escena real –y por lo que se duda de la coherencia de la ONU- es que unas veces sí y otras no, es decir, que la intervención por estos motivos es selectiva, coincidiendo con la relevancia de los recursos del país en cuestión y los intereses de los más fuertes. Todos sabemos que cuando se aprobaba la última resolución de Libia, tropas árabes entraban en Baréin no precisamente de vacaciones y el régimen sirio lanzaba a su policía contra los manifestantes con un alto saldo de muertes.

El caso libio es por supuesto diferente del caso irakí. Sobre esta cuestión no hay duda. Pero hay zonas de sombra, tanto en las resoluciones del Consejo de Seguridad como en la situación de hecho sobre la que operan. En Libia no se ha producido exactamente una protesta ciudadana y una represión subsiguiente de alcances genocidas, sino un levantamiento armado que ha puesto al país en situación de guerra civil. El propio coronel Gadafi comparaba su papel de exterminador con la entrada de Franco en la ciudad de Madrid durante la guerra civil española. Así y todo, las resoluciones de la ONU no autorizan a inmiscuirse en la guerra sino únicamente a establecer una zona de exclusión aérea, el embargo de personas concretas del régimen y a tomar todas las medidas necesarias para impedir la violación de los derechos de la población, esto es, evitar que el grandullón, que tiene a su favor su mayor potencia de fuego, de paso que aniquila a los sublevados cause estragos entre gente inocente.

Pero son muchas las incógnitas y las incongruencias que se acumulan en el caso de la intervención en Libia, lo que se refleja en el estado de confusión reinante entre las fuerzas aliadas y en la falta de determinación concreta de los objetivos. Una intervención armada nunca es, exclusivamente, por motivos humanitarios. Incluso para los analistas realistas de las relaciones internacionales, éste nunca debería ser el motivo. Luego debe haber otros. Y de haberlos conciernen principalmente a algunos países europeos, cada cual por específicos intereses de índole interna o de estrategia en el espacio mediterráneo. Francia parece que los tiene y personalísimos (aunque es el único país que, siguiendo el manual al uso de Derecho Internacional, ha reconocido a los sublevados, lo cual le da pie para abastecerlos y equilibrarlos frente al acoso de Gadafi) al igual de Cameron y otros. La posición española fijada por Zapatero y el Congreso es más incomprensible, por idealista, porque se escuda en que la participación española es exclusivamente de índole humanitaria.

Así que hay motivos para estar muy atentos a las acciones que se están desarrollando. Y anteponer ante todo el criterio de que la guerra es el último recurso. No sea que se materialice el viejo dicho maldito: guerras tengas y las ganes.

viernes, 18 de marzo de 2011

los borregos de Panurgo

Hay citas que no requieren explicación ni interpretación. Son tan nítidas que resuenan en las experiencias de cada cual. Una de ellas, inmortal, se debe al satírico francés por excelencia, FranÇois de Rabelais. Cuenta en el “Gargantúa” la historia de un viaje en un barco cargado de borregos, en que un tal Panurgo tiene un incidente desagradable con uno de los tratantes de ganado. Para vengarse, Panurgo compra un borrego que arroja acto seguido al mar. Desde allí, el animalito atrae con sus balidos a los demás borregos, que se arrojan tras él sin pensárselo dos veces y, claro está, perecen.

Todos sabemos que la acción descrita es frecuente y se puede aplicar a un buen número de casos: a lo que sucede en los partidos, en las elecciones, en la moda, en el arte, en los incendios de las discotecas, etcétera, o sea, en las situaciones inciertas, subjetivas o estresantes. Pero en estos tiempos, en que abunda todo eso, se ha rescatado la frase, no sin motivos, para describir el absurdo comportamiento de los mercados, esos que suelen presentarse como modelos de racionalidad y buen juicio. En la experiencia económica tenemos el tópico ejemplo de la “estampida del bisonte” que acontece cuando en una situación de pánico bursátil la manada sigue en tromba al primer ejemplar que sale disparado hacia ninguna parte. Pero lo de los borregos es más matizado y realista, me parece a mí, pues cuenta con el toque de mansedumbre con que la manada afronta su destino fatal.

Bernard Cassen, un economista lúcido, presidente honorario de ATACC, ha escrito al respecto un artículo con este título: “¡Todos al agua, como los corderos de Panurgo!” como modo de resumir la situación, más trágica que cómica, de los gobiernos europeos que siguen a pie juntillas la estampida que encabeza Ángela Merkel con la seguridad de ir derechos al matadero. No es el único que lo dice. En el “Manifiesto de Economistas Aterrados”, otra obrita de la que recomiendo encarecidamente su lectura, otros economistas afamados, pero no borregos ni paniaguados, como Philippe Askenazy, Thomas Coutrot, André Orléan y Henri Sterdyniak, refieren lo mismo.

“Cualquiera que tenga un poco de sentido común –dice Cassen en su artículo- difícilmente comprenderá cómo, dentro de un conjunto económico tan integrado como la UE, una yuxtaposición de planes irracionales de austeridad con el objetivo de reducir la deuda pública podría llevar a un crecimiento de los países involucrados. Semejante ejemplo de pensamiento mágico da cuenta del desconcierto e incluso del pánico de los Gobiernos Europeos. Todos han claudicado ante Berlín, capitulando ante el más poderoso. El problema es que el modelo alemán no es exportable a sus socios, salvo que éstos busquen su autodestrucción. Un modelo que se basa en el estancamiento del consumo y en los excedentes comerciales, puede que interese a Alemania, pero arruina a todos los demás”. A la propia Alemania, se podría añadir, como le sucedió finalmente a Panurgo.

La estampida provocada por la canciller no obedece solamente a una suerte de moralina, muy del gusto teutón, de que, ante todo, hay que ser austeros: son intereses a corto de la parte alemana. Pero, ay, los borregos la siguen a ciegas.

“Los Economistas Aterrados”, por su parte, advierten de las falacias que han calado en la manada, tales como que los mercados financieros son eficientes (cuando no lo son y a la vista está), que favorecen el crecimiento económico (será más bien las remuneraciones de accionistas y gestores), que los mercados son buenos jueces de la solvencia de los estados (¿); que al alza excesiva de la deuda pública es consecuencia de un exceso de gasto (¿de quién, exactamente?); que hay que tranquilizar a los mercados financieros para poder financiar la deuda pública; que la UE defiende el modelo social europeo (¿), y otras cosas por el estilo.

Pero no hay nada que hacer si los borregos no lo ven. Hay incluso otras maneras más rápidas y electrizantes de morir. Enchufen por ejemplo Intereconomía.

miércoles, 9 de marzo de 2011

juegos en el planeta tierra

José Asensi Sabater

Me reúno con unos amigos en su casa a charlar mientras los chicos de éstos, enganchados a la play, juegan con una de esas simulaciones que consisten en “ganar vidas” para hacerse con el arma definitiva. Como yo siento curiosidad ante la complejidad de los escenarios y las historias que allí se desarrollan, me explican de qué se trata.

Año 2025. China se ha convertido en la potencia planetaria indiscutible. Debido a su poderío económico y militar no ha sido necesario emplear la fuerza (pese a algunas escaramuzas brutales) para doblegar a Japón, que se ha convertido en un satélite más. El potencial tecnológico de los japos se ha puesto al servicio del control chino en toda Asia. El yuan es moneda de uso corriente en prácticamente todo el mundo.

Estados Unidos hace tiempo que ha caído en un declive sin retorno. Las causas de ello se explican sumariamente. Hacia 2016 no puede resistir la presión de la deuda. China deja de exportar sus productos a los mercados norteamericanos, los cuales son sustituidos por el mercado interno chino y de otros países bajo su control. Como ya no tiene sentido seguir financiando el consumo estadounidenses, China deja caer el dólar. El poderío militar norteamericano, que había resistido algunos años a pesar de la debilidad de su economía, se hace insostenible, no sin antes llevar a cabo algunas acciones terroríficas. Muchas ciudades norteamericanas están despobladas y las hambrunas se extienden por amplias zonas de su territorio.

Rusia, segunda potencia en la jerarquía planetaria, ha girado en redondo. Sus ingentes recursos ya no fluyen hacia Europa sino hacia Asia. Tratados de amistad con China aseguran a los rusos una relativa independencia, pero su capacidad militar está delimitada y su economía expuesta a los ataques cibernéticos chinos (al igual que el resto de los estados, empresas y gentes de todo el mundo).

Europa, por tanto, no cuenta, ni siquiera Alemania, que hace vanos esfuerzos por mantener una cuota propia de producción y el consiguiente control relativo de su periferia. Lo que queda del bloque europeo, a la deriva, ha disminuido en dos terceras partes su nivel de renta, aunque sigue siendo un destino apreciado por contingentes de turistas asiáticos que toman el sol en las playas y degustan algunos de sus productos culturales y culinarios. No obstante, el balance socio-económico en el Mediterráneo se ha desplazado. El juego de suma-cero tradicional en esta área (es decir, que el desarrollo de una de sus orillas es proporcional al subdesarrollo de la otra) se desplaza hacia el sur, por lo que la depresión se hace más radical aún en países como España, Portugal, Italia, etcétera, bajo la presión creciente de los norteafricanos.

El resto del mundo asiste como convidado de piedra al nuevo orden. La costa oeste sudamericana vegeta bajo la influencia china y, en menor medida, de Brasil. El África subsahariana, que crece en términos de población y de renta, trabaja prácticamente para los chinos, que son los dueños de las tierras y las cosechas.

En este escenario se desarrolla la acción. Síntomas de inestabilidad social se han detectado en Pekín y en otras partes de China. Un volcán ha entrado en erupción y amenaza con cubrir durante años con un manto de cenizas el planeta entero. Un virus informático de nueva generación ha paralizado sistemas vitales. Grupos aislados de índole científico-militar están a punto de sintetizar material biológico de consecuencias incalculables. Una pertinaz sequía en África y otras catástrofes climáticas arrasan las cosechas y la producción de alimentos.

Asisto estupefacto a la explicación mientras los chicos siguen jugando con su Play consiguiendo “vidas”.