lunes, 20 de junio de 2011

democracia real

José Asensi Sabater

Sabemos que ninguna democracia es real y menos aún la democracia representativa, en cuyo núcleo fundamental hay una ficción: la ficción de la representación, en virtud de la cual la voluntad de los representantes se hace pasar por la voluntad del pueblo. En ese sentido no es real, como ya dijera el viejo Rouseau (“los ingleses –decía- creen que son libres porque eligen a sus representantes cada cierto tiempo…”) y después de él Marx, Kelsen y, desde luego, los teóricos del comunismo.

Con todo, la democracia representativa, pese a todos sus defectos, ha transitado por el proceloso siglo XX y ha prevalecido frente a los experimentos que planteaban su superación, desde la democracia entendida como la adhesión a un führer (“el fúhrer nunca se equivoca”), hasta la democracia asamblearia o consejista, todas las cuales desembocaron en dictaduras que anularon la libertad y la dignidad de las personas. La democracia representativa puede tener fallos, pero el reverso de ella conduce al horror de la dictadura.

Cuando el movimiento 15-M plantea “democracia real ya” lo que está proponiendo, creo entender, no es sustituirla por la democracia directa de la calle, sino más bien la ampliación de la representación y otra manera de articularla para que sea más equitativa. Ciertamente, el abanico representativo se ha ampliado a lo largo de los años, incluyendo progresivamente categorías de ciudadanos anteriormente excluidos, lo cual está muy bien; pero es verdad que la manera en que se refleja el peso del voto no es equitativo sino que vulnera el principio de igualdad. En España este efecto es especialmente evidente, como se ha venido diciendo desde la Transición, y ya es hora de que se produzca un cambio en el sistema electoral que corrija esa desviación.

Pero, además, el 15-M plantea otro punto de interés: reforzar y potenciar la democracia con más participación. Esto es posible, por supuesto, y ya hay experiencias aquí y allá que apuntan en esta dirección. El por qué de esta demanda es fácil de entender. Hoy la gente, que tiene acceso a la información por mil conductos, no está dispuesta a creer a pie juntillas todo lo que emana de sus representantes y de los partidos donde éstos se encuadran. Quiere pensar por sí misma y no dar un cheque en blanco. Es decir, no quiere estar tan representada, sino ser protagonista y partícipe de la cosa pública. Esta desacralización de la autoridad –que debe ganarse su legitimidad por lo que hace y no por el estatus de que disfruta- es un hecho nuevo que tiene inevitables consecuencias en la gobernabilidad. Nadie está al margen del escrutinio público, ni los partidos, ni los jueces, ni el parlamento, ni ninguna otra institución. Probablemente esto supone un debilitamiento de la autoridad tal como ésta se venía concibiendo, pero es un paso más en nombre de una autoridad y una democracia reales.

Por último, “democracia real” apunta a la necesidad de disponer de más controles en manos de los ciudadanos para combatir las desviaciones de poder. En un escenario donde se evidencia la oligarquización y el sectarismo de los partidos políticos, donde la corrupción es notoria pero no corregida, donde las promesas se incumplen y se engaña y manipula, es normal que se quiera más control efectivo y medidas ejemplarizantes. En este sentido, la demanda de “democracia real” no supone simplemente introducir cambios concretos y ajustes técnicos sino, precisamente, un rearme ético de la democracia que, de llevarse a efecto, supondría un cambio constitucional de calado. De hecho “democracia real” es un germen de poder constituyente.

No es casual, como tantas veces se ha advertido, que estas y otras demandas se planteen ahora, en el contexto de la crisis. La crisis económica ha desvelado que la democracia que tenemos es endeble. Todos vemos cómo los gobiernos, los parlamentos y los partidos han perdido en gran medida la capacidad de decidir. Deciden por ellos poderes más elevados, sin que sea posible someterlos, a su vez, a ningún control democrático. La respuesta de los indignados –y de otras muchas personas- era, pues, esperable y, en cierto modo, plantea alternativas sumamente civilizadas, alejadas de lo que podría llegar a ser la pura explosión de la violencia.

viernes, 10 de junio de 2011

problemas autonómicos


jose Asensi Sabater

En la tradición de la Revolución francesa, y después en la rusa y china, se suponía que un Estado fuerte y centralizado era sinónimo de progreso, modernidad e igualdad. Pero hasta este tipo de Estado tuvo que claudicar ante la evidencia de que una centralización excesiva hace imposible la buena marcha de cualquier organización –también de la política- y, por otra parte, suscita importantes rechazos allí donde el Estado no es homogéneo sino que existen comunidades cultural o políticamente diferenciadas. De ahí que, frente a las pretensiones del Estado dirigente y centralista, se alce otra sólida tradición que pone el énfasis en la descentralización del poder, sea mediante fórmulas federales, como en los Estados Unidos, sea mediante la variada gama de fórmulas de regionalización, autonomía, etcétera.

En España, desde la Transición, se llevó a cabo un proceso de descentralización bastante incisivo, con dos objetivos: facilitar la integración de las nacionalidades, reconocidas como tales en la Constitución, y otorgar a los diferentes territorios autonómicos un ámbito propio de competencias sobre sus propios asuntos, al margen de la vigilancia externa del Estado. Se suponía que una mayor autonomía iba a implicar mayor participación y control populares y, por consiguiente, que se alcanzarían valores positivos, válidos por sí mismos, tales como la democracia. Más autonomía significaba en aquél momento más democracia y, también, más control sobre los gobernantes y más posibilidades de denuncia y profilaxis de la corrupción.

Treinta años después de este diseño, al que han acompañado múltiples reformas y añadidos que han llegado a alterar las previsiones constitucionales, cabe preguntarse si los objetivos se han logrado. Respecto a la integración de las nacionalidades, el balance es ambiguo: treinta años de tira y afloja con los nacionalismos han reportado algunas ventajas (no olvidemos que los nacionalistas han colaborado con la gobernabilidad del Estado, tanto con gobiernos de izquierda como de derecha), pero no se ha resuelto en problema principal de la integración, puesto que los nacionalismos siguen teniendo el punto de mira fijo en la autodeterminación. Respecto a la cuestión de la democracia, el balance es desigual: se han consolidado entes autonómicos, pero la atribución de mayores cuotas de poder a las elites locales ha desembocado, en según en qué territorios, en un gasto descontrolado y en un aumento verdaderamente alarmante de la corrupción. Basta ver lo sucedido en Autonomías como la valenciana para hacerse una idea.

La crisis económica ha destapado la necesidad de revisar el modelo. Y no tanto porque haya que hacer caso a esa suicida receta de recortar y recortar, dictada por Alemania, sino por el despilfarro intrínseco en que han incurrido muchas Autonomías para satisfacer clientelas y acumular poder. Los planes de los responsables de tanta impudicia se ciernen una vez más, como si de una maldición bíblica se tratara, sobre los débiles. De modo que los mismos manirrotos que, por ejemplo, han dejado exhaustas las arcas de la Generalitat serán los que lleven adelante la siniestra poda de los servicios públicos generales, dejando a la población en condición precaria, arruinada y destartalada.

Tal vez hay un error en el diseño inicial de las Autonomías en España. Se les encargó que gestionaran servicios esenciales, como la sanidad, la educación y otras prestaciones sociales, pero tales tareas no las pudieron respaldar puesto que carecen de una política económica coherente con ese cometido. Los instrumentos de política económica quedaron en manos del Gobierno que, a su vez, un gobierno tras otro, los traspasaron a los mercados financieros y los bancos alemanes. Los ciudadanos no tienen manera de exigir a sus gobiernos autonómicos responsabilidad alguna, pese que voten. Están excluidos. Y como la única manera de ajustar el déficit a toda prisa, la gran obsesión, es morder en el gasto social, no cabe ninguna duda de que éste es el centro del programa oculto, aunque evidente, que trae Rajoy bajo el brazo. Una vuelta de tuerca más que arruinará generaciones.

Entretanto, el pesoe se lame las heridas pero insiste en sus errores.