domingo, 3 de julio de 2011

la forma del universo

José Asensi Sabater

Una de las más famosas controversias de la matemática contemporánea se ha centrado en desentrañar la “Conjetura de Poincaré”, un endiablado problema en torno a la forma del universo. Henri Poincaré, fundador de la topología moderna y matemático genial, conjeturó que el universo debía de ser triesférico, esto es, una realidad topológica de tres dimensiones, y, por tanto, se trataría de un universo finito, aunque ilimitado.

Nosotros, los seres humanos –vino a decir Poincaré- provistos de una percepción tridimensional, podemos contemplar la forma esférica de la Tierra, cuya superficie es bidimensional, y situarla sobre un mapa. Sin embargo, si el universo es tridimensional y esférico –como él sugirió- no habría manera de situarse fuera de él para comprobarlo, pues el ser humano carece por completo de una percepción en cuatro dimensiones.

El reto de refutar o probar la conjetura quedó para disfrute y tormento de los matemáticos, que se estrujaron el cerebro durante años, hasta que en 2003 un excéntrico ruso llamado Gregory Perelman convocó a sus colegas en Cambridge, Massachussets, y ofreció una explicación elegante del enigma, rechazó de paso el premio de un millón de dólares y regresó a Moscú a cuidar de su padre en un modesto apartamento. Ignoro si lo que planteó Perelman fue una demostración completa o solamente un método o base para la demostración, pero en cualquier caso ahí quedó el intento de asomarse matemáticamente a la captación de un objeto –el universo- que rebasa el entendimiento humano normal y corriente.

Me pregunto si esta maravillosa conjetura sería trasladable, en su medida y a manera de analogía, a la comprensión de lo que hoy sucede en la antroposfera, ese universo social que habitamos. Como la matrioska, la muñeca rusa que contiene otras tantas en su interior, unas dentro de las otras, Occidente ha tenido durante siglos el convencimiento de que podía ver el mundo desde una dimensión superior a la de las otras culturas y otros pueblos. Podía, así, permitirse el lujo de cartografiarlos económica y culturalmente, acotarlos, explorarlos y explotarlos, dar lecciones sobre cómo debían evolucionar, o forzarlos a hacerlo en caso necesario.

Esto se acabó. Si la globalización es algo, y bien lo parece, es que podemos mirarnos unos a otros sin que nadie pueda presumir de estar instalado en una dimensión superior. Formamos, pues, parte de un único universo social para cuya comprensión no se dispone de un espacio exterior privilegiado (una cultura, un pueblo, una filosofía, una religión) desde el cual operar. La conjetura se agranda y evidencia cuando el poderoso Occidente, civilizado y desarrollado, está metido en un túnel del que no sabe cómo salir, mientras es contemplado por todos los demás sin complejo alguno.

¿Contamos con un Gregoy Perelman que nos ayude a salir del atolladero en esta materia? No lo encontraremos, desde luego, entre los sabios y gestores de la matriz económica dominante, que nos están llevan a un callejón sin salida con matices alarmantemente autodestructivos. Probablemente, esa dimensión que nos puede aportar luz sobre la índole de los problemas que se nos presentan haya que buscarla, precisamente, en nuestra relación con la naturaleza y el cuidado del planeta. Ya ha habido exploradores arriesgados e investigadores concienzudos que nos han indicado el camino para entenderlo mejor. No es ninguna novedad.

En estos momentos, en que lo inmediato es salir de la crisis, cosa que probablemente se producirá más tarde o más temprano (aunque para caer en otra mayor, de seguir la pauta), la cuestión ecológica y los graves problemas que aquejan al planeta han pasado a un segundo plano, ya que lo urgente es crecer y generar empleo. Pero el problema sigue ahí y se seguirá proyectando con la fuerza de la ley de la gravedad. La dimensión ecológica no sólo es inevitable, si no queremos arrasar la biosfera, sino que está llamada a ser el punto de vista desde el cual reconstruir las relaciones sociales, económicas, culturales y, en último término, políticas.