domingo, 12 de febrero de 2012

CIENCIA Y FILOSOFÍA

En lo tiempos del bachillerato, yo prefería la ciencia a la filosofía por aquella concreción y exactitud de sus conocimientos. ¡Qué belleza la relación entre los lados del triángulo rectángulo que nos enseñaba el teorema de Pitágoras! Aquellas verdades eran tan sólidas que cabían en el puño de una mano. La filosofía, por el contrario, era una montaña de preguntas sin respuesta. De alguna forma, la filosofía era la que preguntaba y la ciencia la que respondía, cuando podía, a sus preguntas.

En el saber normal del hombre queda muy claro que la piedra es dura, que el agua es líquida y que la arena de la playa se calienta con el sol. Y los primeros filósofos de la antigüedad ya empezaron a plantearse cuál sería la parte más pequeña en que se puede dividir la materia. Llegaron a pensar en el átomo, como parte indivisible, pero solamente pensaron en él como un mero concepto, sin prueba posible.

En nuestros estudios de bachillerato, allá por los años cincuenta y algunos, ya había llegado la ciencia a desgranar esos conocimientos. Ya teníamos demostrado que el átomo es la parte más elemental de cada elemento simple. Ya teníamos la tabla de Mendeléyev, con sus 92 elementos simples, que se encuentran en la naturaleza. Ya se había descubierto la relación de sus características, que resultaba periódica y dependía de su número atómico, lo que determinaba el número de protones en el núcleo y de electrones en la corteza orbital. Y, por tanto, ya se había descubierto que el átomo no era la parte más elemental de la materia, sino que éste a su vez estaba formado por protones, neutrones y electrones.

La ciencia ha seguido arrancando verdades a la naturaleza y ha ido empujando a la filosofía hacia zonas más oscuras, más desconocidas, de la realidad. Hace algún tiempo leía yo “La breve historia del tiempo”, de Stephen Hawking y me asombraba ver los avances de la ciencia, desde nuestros tiempos estudiantiles hasta hoy. Resulta que la materia y la energía, en determinadas circunstancias se mutan, una en la otra. Resulta, ya desde Einstein, que la luz, que suele manifestarse como una forma de energía, en ocasiones que comporta como un corpúsculo material.

Pero el estudio científico se desarrolla, por una parte, hacia lo infinitamente pequeño; y por otra, hacia lo infinitamente grande. Hawking llega a la conclusión de que el universo está un proceso de expansión permanente, de inmensa nube que se deshilacha o que se disuelve lentamente en el espacio. Pero también, al parecer, no existe un espacio, si no hay algo que le dé contenido (o, mejor dicho, contenido en él). En otras teorías se ha pensado en un espacio curvo, sin principio ni fin. La teoría del Big-Bang, según la cual el universo se inicia con una explosión inicial y se expande indefinidamente, se combina con la de un universo que frena su expansión, hasta convertirse en una contracción universal hasta producir un Big-Crunch o un Big-Rip.

A mí esta teoría de la expansión indefinida, sin límite, me da un poco de vértigo mental. Yo prefiero pensar en que la expansión llega a un punto de no retorno y vuelve a contraerse otra vez. De esta manera, la idea del acordeón o del péndulo, me permite pensar en algo interminable sin que mi cabeza se emborrache. Pero… ¡vaya usted a saber cómo es la cosa!

Y bien, dejemos aquí la ciencia, que lucha entre las teorías y los intentos para la demostración de cada una de ellas, y volvamos a la filosofía. En esta esfera de conocimientos, producido por el mero razonar, utilizando todas las enseñanzas que aporta la ciencia, pero intentando entrar en las zonas oscuras con la luz de la razón, recuerdo la lectura del libro de ensayo “¿Qué es el hombre: evolución y sentido de la vida?”, escrito por Pedro Lain Entralgo, premio Jovellanos 1999.

Empieza Lain Entralgo analizando los conocimientos probados por la ciencia, la esencia de la realidad existente, el universo, su materia, su energía, y llega a la conclusión de que la realidad es algo que está en continua evolución. Estudia cómo las leyes del azar y las probabilidades de ocurrencia de los fenómenos, lleva a que, en los caóticos movimientos de las partículas y debido a sus propias características, éstas se unen, cuando coinciden en la distancia crítica, a otras afines. Así explica la formación de los átomos y de las moléculas. Hasta aquí sus conclusiones coinciden con la ciencia.

Cuando las moléculas van capturando nuevos átomos y se van formando estructuras cada vez más complejas, las combinaciones posibles se hacen numerosas y tienden al infinito. En algún momento una estructura molecular se hace inestable y se rompe en dos más elementales. Cuando, cada una de estas partes resultantes, siguen capturando átomos y siguen creciendo como lo hacía la originaria, hasta llegar a su vez al estado de inestabilidad, en ese momento ha nacido la vida en el universo.

Después, las teorías de la evolución explican el paso de unas especies a otras más complejas. Esto lo que requiere es tiempo, enorme cantidad de tiempo. Pero la realidad del universo es precisamente lo que tiene y lo que le sobra: el tiempo, grandes cantidades de tiempo.

El paso del mono al hombre supone una transformación cualitativa, no solamente cuantitativa como en el resto de las especies. Los caracteres humanos para Lain son: abstracción, libertad y donación. Pasar del signo al símbolo (abstracción); capacidad de decidir (libertad); y entrega de lo que se tiene o se sabe a alguien distinto de sí mismo (donación). En cuanto que ese salto cualitativo se haya producido por una secuencia meramente evolutiva o por una combinación de evolución y creación, el autor entiende que se sale de lo científico y es una cuestión de creencia.

Ahora, inmersos en el mundo de los ordenadores que nos muestran cómo una máquina puede calcular, operar con símbolos, tomar decisiones y dar respuestas rápidas y fieles, nos resulta más fácil de entender la complejidad del cerebro humano, de nuestro propio cerebro que, en definitiva, con más complejidad, tiene los mismos principios de funcionamiento que las máquinas: unos electrones que van de un sitio a otro, movidos por su propias características, y que, en ese ir y venir, producen determinados resultados lógicos.

Pero el problema se defiende todavía en un último castillo. El hombre sólo se conoce a sí mismo como persona. Si lo pensamos bien, atribuimos a los demás unas cualidades semejantes a las nuestras porque los vemos parecidos a nosotros. Pero sentir, lo que se dice sentir, solamente sentimos nuestra propia esencia, nuestra propia conciencia como persona porque sólo a uno mismo, al propio yo, se le ve desde dentro. A todos los demás se les ve desde fuera.

Vemos que nuestra realidad es como un programa de ordenador que va determinando el movimiento de cada molécula del cuerpo, su desarrollo y envejecimiento. Pero ese programa tiene conciencia de persona, tiene conciencia de ser un yo, mientras no se desarme el organismo.

Y aquí surge la pregunta final. Visto que la ciencia nos dice que toda la realidad universal se mueve por una especie de programa que está determinado por sus propias características, nos surge una pregunta inevitable: ese programa universal, ¿tendrá conciencia de sí mismo?

¡Quién sabe! Pero... ¿por qué no...?


martes, 7 de febrero de 2012

Darwin

José Asensi Sabater

Tal día como ayer, un doce de febrero, nacía en Inglaterra Charles Darwin. Junto a Galileo Galilei y Sigmund Freud ha sido el científico que probablemente más ha hecho para derribar de su pedestal el narcisismo humano, nimbado hasta entonces con el mito de que era algo diferente, situado al margen del devenir de la naturaleza.

El mensaje de Darwin -y la metodología científica en que se apoyó- no gozó en su tiempo de una amistosa recepción sino que fue objeto de ataques sistemáticos por parte de dogmáticos e iluminados para quienes Darwin era un monstruo disolvente que atentaba contra la religión y la autoestima humana. A pesar de todo, la herencia científica de Darwin, en sus líneas maestras, está fuera de toda duda. Vinculado a las leyes que rigen la evolución, el ser humano no es producto de la creación divina sino de la selección natural de las especies.

En la cultura europea, las tesis de Darwin fueron afortunadamente acogidas finalmente en los ámbitos científicos y culturales, y forman ya parte del elenco de ideas bien asentadas. Hasta la Iglesia Católica -que nunca combatió directamente las ideas de Darwin- ha venido a reconocer que “hay un amplio campo para la fe en la base científica de la evolución”, es decir, que aún considerando que sigue habiendo un Dios creador, la Iglesia no pone en duda la teoría evolucionista.

Pero este no es el ambiente que se respira al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, un país que a pesar de sus grandes logros científicos y su modernidad acelerada en muchos aspectos, sigue sosteniendo, en las profundidades de su cultura, una inusual distorsión del darwinismo. No hay que olvidar que el 95% de los norteamericanos se declara creyente en Dios (léase el trabajo de Walter Russell Mead, “¿Estados Unidos, el país de Dios?”). Por tanto, gran parte del rechazo y de la manipulación de las bases científicas de Darwin se debe a que el pensamiento religioso –de base calvinista, fundamentalista o evangélica- se interpone a la certidumbre científica.

Si se repasan algunos exponentes del pensamiento político norteamericano no es difícil llegar a la conclusión de que Darwin ha constituido desde el siglo XIX una auténtica obsesión. Una obsesión que ha dado lugar a dos perspectivas contradictorias:

Para la inmensa mayoría de los norteamericanos, las ideas evolucionistas de Darwin son anatema. Según datos bien conocidos, solo uno de cada cuatro estadounidenses cree que la vida sobre la Tierra es producto de un proceso de selección natural. La creencia más difundida entre los jóvenes escolares es el “creacionismo”, o tal vez, el más sofisticado relato del “diseño inteligente”. No olvidemos que la negación de Darwin, a este respecto, se corresponde con uno de los mitos nacionales más profundamente arraigados en este país: el mito del pueblo escogido y bendecido por Dios, que ha recogido la antorcha del pueblo judío, y que constituye la “Nueva Jerusalén”. Mal encajaría en las coordenadas de este mito fundacional que el ser humano fuera producto de la evolución.

Pero en contradicción con lo anterior, se acepta de forma natural en aquél país el darwinismo social, algo que el propio Darwin rechazaría. Esto es, que en el organismo social sólo los más fuertes –los mejor dotados y adaptados- prevalecen. El éxito y la riqueza, siguiendo el camino abierto por el calvinismo, serían prueba inequívoca de las bendiciones de Dios, que escoge a los signados y predestinados a la salvación. Tal tesis retroalimenta uno de los más destacados supuestos del funcionamiento del capitalismo, eje de la cultura norteamericana, según el cual, la riqueza y la pobreza, el éxito y el fracaso son expresiones de la lucha por la supervivencia que hay que aceptar porque forman parte del plan divino.

Esta contradictoria recepción del pensamiento de Darwin sólo se explica por la ingerencia del pensamiento religioso en la política norteamericana. Lejos de reservar a la esfera de la fe su ámbito propio, el factor religioso se ha convertido en un soporte que alimenta el discurso político. Lo veremos blandir en las próximas elecciones presidenciales. Pero Darwin y su legado permanecerán.