viernes, 26 de agosto de 2011

¿una ciudad con futuro?

José Asensi Sabater

La gente con la que hablo se pregunta a menudo qué futuro aguarda a una ciudad como Alicante que a simple vista no parece especialmente dotada para la carrera post-crisis. ¿De qué vivirá, se pregunta más de uno, una ciudad que confió su crecimiento al ladrillo? ¿Cuáles serán sus fuentes de empleo, las palancas de su desarrollo? ¿Está abocada a una lenta decadencia, a la irrelevancia?

La respuesta, a la vista de las estadísticas, suele ser de lo más pesimista. Pocos son los que creen en un futuro próspero. Yo creo sin embargo que Alicante cuenta con algunas bazas que, hábilmente implementadas, pueden dar mucho de sí. Esta reflexión no es fruto –que quede claro- de un optimismo irracional, sino que responde a la constatación de algunas evidencias. El punto de partida es el siguiente: Todas las sociedades sin exclusión, especialmente las pertenecientes al llamado mundo desarrollado, tienen que orbitar necesariamente en torno a “la sociedad del conocimiento”. El conocimiento, en todas sus dimensiones, tecnológicas, científicas, ambientales, culturales, productivas, etcétera, es la llave del futuro. El posicionamiento de una ciudad, de una región, de un país, de una macro-región, pasará inexorablemente por la prueba del conocimiento.

Los que saben de estas cosas indican que se tienen que dar siete condiciones para que la planta de la economía del conocimiento pueda germinar y crecer, a saber: Buenas Universidades, bajos costes de comunicación, tecnología avanzada, frecuencia de servicios aéreos, baja tasa de delitos, buen clima y calidad de vida.

Alicante reúne parte de los requisitos. Tiene condiciones climáticas favorables y su calidad de vida, medida subjetivamente, es relativamente apreciable. Dispone de buenas comunicaciones en líneas aéreas de bajo coste, aunque sus comunicaciones por ferrocarril son muy deficientes, especialmente hacia el sur, (de ahí la importancia de que las redes transeuropeas de transporte conecten este espacio) y carece de una definición viable de su modelo portuario. Por otra parte, los niveles de seguridad son satisfactorios. Adolece sin embargo de puntos fuertes en los restantes apartados.

La Universidad, por ejemplo, si bien ha alcanzado cotas de excelencia en varios aspectos, tiene por delante retos de calado. Tiene que convertirse en el motor que dinamice el conocimiento, no como objetivo abstracto, sino en su implicación concreta con empresas y emprendedores. Por tanto, el perfil científico-técnico de la Universidad tiene que acentuarse aún mucho más. Por otra parte, las condiciones para que se cree una tecnología avanzada, de la que toda la sociedad se beneficie, es una tarea pendiente. Nuestras autoridades, en vez del jijí jajá habitual, deberían arremangarse para, por ejemplo, convertir Alicante en un espacio wifi abierto a todos a precios económicos. E igualmente debería ser una ciudad pionera en la utilización del coche eléctrico, facilitando, entre otros, servicios de arrendamiento de vehículos de este tipo. No es misión imposible.

La inmersión de la ciudad en la sociedad del conocimiento no es responsabilidad sólo de las autoridades, sino que afecta a todos, agentes económicos y sociales, escuela, universidad, y a cualesquiera entidades, grupos y asociaciones. Pero las autoridades tienen un papel especial que desempeñar. Y aquí hay que señalar un serio déficit, pues empeñadas en batallitas de poca monta, desprecian el hecho de que el futuro se construye con altitud de miras. Alicante –se ha dicho muchas veces- está ayuna de grupos dirigentes que velen por ella y sean capaces de aprovechar en el mejor sentido sus ventajas competitivas. En muchos aspectos, la clase política se acomoda a los papeles que se le asigna desde la vecina Valencia, cuya voracidad es insaciable. De modo que es utilizada como moneda de cambio.

Tal vez la crisis económica actúe en este caso como un revulsivo para que, de una vez por todas, se sumen esfuerzos para enganchar la ciudad a la ola que, de todas formas, se viene encima. La sociedad del conocimiento es el único camino practicable. Esto lo saben muy bien, intuitivamente, los jóvenes.

la constitucionaización de los mercados

José Asensi Sabater

A partir de la aprobación de la reforma de la Constitución que perpetran en pleno verano por la vía de urgencia pepé y pesoe ya no se podrá decir que España es un “Estado social y democrático de Derecho”, como solemnemente proclama el artículo 1º de la Constitución, sino un estado neoliberal y de democracia tutelada.

De la misma manera que introducir en la Constitución un texto que diga que España se declara budista alteraría el punto clave de que España es un Estado no confesional, la introducción de un límite de deuda y gasto público supone una alteración sustancial de nuestra Carta Magna en su proyección económica y social.

La Constitución del 78 se construyó sobre la base de que el mercado y sus exigencias en un espacio capitalista no es becerro de oro al que hay que adorar, sino que debe ser compatible con cosas tales como la soberanía nacional, los derechos sociales, la iniciativa pública y las instituciones propias del estado de bienestar. Dicho de otro modo: la Constitución deja abierta la posibilidad de trabajar, en materia económica, con una pluralidad de instrumentos, dependiendo de la orientación política de las mayorías parlamentarias. La reforma en cuestión no supone, pues, un ligero retoque sin importancia, sino una transmutación en toda regla de la sustancia misma de la Constitución. Por tanto, queda la duda de si la tal reforma no será en sí misma inconstitucional, al tramitarse por un procedimiento, el del art. 167, que se supone que queda reservado para aspectos no sustantivos.

Pero, además, esta reforma es innecesaria. La Constitución ya prevé instrumentos para controlar la deuda y el déficit, al tener que aprobarse necesariamente por Ley, y el Estado español, por otra parte, se ha comprometido a controlar la deuda en el marco del Pacto por el Euro y el Tratado de Lisboa, que son también instrumentos jurídicos. ¿A qué viene ahora este estrambote deprisa y con carreras? Por temor a los mercados, sin duda, no vaya a ser que se pongan furiosos y nos den un mes de septiembre movidito. Es decir, una situación coyuntural, de técnica económica válida para un modelo económico concreto y determinado, se va a erigir en una norma estable y definitiva.

Con esta maniobra se pretende llevar a cabo la refundación de España sobre el modelo neoliberal sin participación de los españoles, privándoles del elemental derecho de que las decisiones trascendentales tienen que tomarse con la participación del pueblo. El Poder Constituyente ha pasado a manos de los mercados, tenedores de deuda, entes financieros, políticos conservadores del eje franco-alemán y distantes burócratas europeos. Estos son los nuevos príncipes de las nuevas Constituciones otorgadas. A los españoles, que no han tenido la oportunidad de debatir en años reformas pendientes y necesarias de la Constitución, se les conmina ahora, por la puerta trasera y a hurtadillas, a un cambio de orientación constitucional que va a tener consecuencias en múltiples facetas de su vida y de su futuro.

Un elemental sentido de la decencia y la dignidad exigen que, al menos, la reforma planeada mayoritariamente por nuestros representantes políticos sea motivo para que el pueblo español se pronuncie al respeto mediante referéndum.

La reforma, además, es inútil y contraproducente desde el punto de vista jurídico. En realidad, el texto que se apruebe no será propiamente una norma, ni un principio con vocación normativa, porque no habrá manera de efectuar el control constitucional de las normas que creen déficit o deuda, so pena de que los presupuestos se prorroguen indefinidamente, y el Tribunal Constitucional, hoy en estado catatónico, se convierta en el árbitro que toma decisiones cuando el partido ya ha terminado.

Las consecuencias política inmediatas son fáciles de analizar: Mariano Rajoy ya tiene su reforma servida en bandeja de plata, sin mover un dedo. Zapatero ha decidido por su cuenta que el Gobierno ha de pasar a manos del pepé no sin antes atornillar al suelo las zapatillas de Alfredo, el viejo velocista, para que no pueda tomar la salida.

lunes, 1 de agosto de 2011

NIEGO LA MAYOR

Recuerdo que, en 1996, cuando ya se preveía que Felipe González podía perder las elecciones frente a José María Aznar, algunos locutores de televisión lamentaban que una gran cantidad de personas iban a perder el empleo, si cambiaba el partido gobernante. Y a mí me parecía ver en ello una especie de llamada a la instinto más sensiblero de los votantes.

Tiempo después he visto y oído en los medios de comunicación algunas críticas a los políticos, en el sentido de que no están en el hemiciclo cuando se ven las imágenes en televisión. Dicen airados frases como “si no van al trabajo que no cobren; que les descuenten del sueldo los días que no van”. Les acusan de absentismo laboral, de vagancia, de faltas en el trabajo. Y sueltan contra ellos toda clase de improperios ácidos y airados, cuando no insultantes.

Con toda modestia, en esta dialéctica, en estos razonamientos, niego la mayor. El silogismo mental de estos críticos periodistas y comentaristas parece simple: el político es un trabajador; el trabajador que falta al trabaja no debe cobrar; “ergo” los políticos que faltan al trabajo no deben cobrar.

También se habla habitualmente, entre los locutores de los medios, de la profesión de la política, del oficio de la política, de una especie de relación laboral con su derecho a un sueldo, a una la jubilación, a una seguridad social. Se discute sobre si el sueldo es alto o bajo, si son excesivas, o no, las revisiones del mismo, si la jubilación es suficiente o excesiva, si es normal, o no, que se tenga derecho a jubilación con cotizaciones muy cortas, en ocasiones. Se discute entre los comentarista de los medios sobre todas esas cuestiones que tienen que ver con el trabajo como medio de vida.

Pues yo niego la mayor, sí señor. Niego que el político sea un trabajador, niego que la política sea una profesión. Y esto, que yo lo vengo pensando desde hace muchos años, lo estoy oyendo ya decir por boca de algún político en activo. Hace pocos días decía Álvarez Cascos que la política “no es un oficio, sino un servicio”; y que iba a aplicar este criterio a su labor de gobierno en Asturias.

Está claro que el político asturiano se refería a los cargos de gobierno y no a los componentes del parlamento, en general. Posiblemente los cargos de gobierno sí que tengan una actividad profesional, pero limitada en el tiempo. Sería una especie de profesional contratado para obra determinada.

Pero, en estos comentarios, yo me refiero sobre todo a los mandatarios de los ciudadanos en los órganos de representación.

Yo entiendo que el político, elegido para representar al resto de los ciudadanos, es un mero representante, un mero mandatario.

El trabajo de la Administración Pública lo debe realizar el funcionario o llámese como se quiera, el profesional técnico que, este sí, se dedica profesionalmente y conoce, desde antes de ocupar su puesto de trabajo, toda la materia de su cometido. Este profesional, que no es político o que, al menos, no está obligado a serlo, es el que ejecuta (salvo, como hemos visto, la parte alta de la pirámide, formada por los ministros o los “ministrines). Este empleado de la Administración Pública es el que sabe cómo se hace la gestión de la cosa pública. El otro, el representante de los ciudadanos, el elegido por un tiempo determinado, es simplemente el que dice qué quiere y cómo lo quiere, es el cliente del funcionario o por mejor decir, es el representante del cliente, que es el ciudadano en general.

¿Por qué se les elige? Pues sencillamente porque el sistema de democracia directa o de “concejo abierto” solamente es posible en sociedades de pequeño número de individuos. En las grandes sociedades es preciso ir a la democracia indirecta, eligiendo a algunos representantes, que tampoco tienen que ser tantos, por cierto. No estaría mal que fueran menos los representantes y mayor la libertad de elección que otorgara a los electores el entramado normativo.

En todo caso, su posible cobro de cantidades económicas estaría más en la línea de la indemnización, por haber dejado temporalmente su trabajo, su oficio o su profesión habitual, para ir en representación del resto de los ciudadanos a las asambleas de decisión. Pero entender que son profesionales, entender que la política es un oficio y que es un medio de ganarse la vida (y menos de manera decente) es confundir la gimnasia con la magnesia.


Ángel González Sánchez